Los límites de Piñera . Carlos Peña
¿Qué explica el alto porcentaje de rechazo que, en sus primeros cincuenta días, y a juzgar por la encuesta Adimark, suscita la forma en que Piñera conduce el gobierno? El fenómeno es digno de análisis. La oposición está muda o en el suelo y la ciudadanía, después del maltrato del terremoto, complaciente. Y así y todo el rechazo es notable: un 31% ¿A qué podría deberse? Varias razones podrían explicarlo.
Desde luego, se encuentra la sorprendente inconsciencia que Piñera, y quienes forman parte de su gobierno, han mostrado acerca de los conflictos de interés.
Piñera y algunos de sus ministros tropiezan a cada rato —sin mostrar la menor zozobra— con situaciones en las que deben escoger entre su propio bienestar y el que, en razón de su cargo, están llamados a tutelar. Una empresa en la que el Canciller participaba apenas ayer es acusada de sobornar a un funcionario público; una asesora del Presidente integra, al mismo tiempo, el Consejo de la Alta Dirección Pública encargado de limitar la discrecionalidad presidencial; un subsecretario mantiene la propiedad de un club deportivo al que, sin embargo, debe regular; el propio Presidente, con una resistencia digna de un diván psicoanalítico, se niega a desprenderse de un canal de televisión........Allí donde el ciudadano de a pie se ruboriza, el Presidente como si lloviera.
En todos esos casos la defensa de los involucrados ha consistido en apelar a su buena fe, a su voluntad de obrar correctamente.
Olvidan que en política, quien apela a la bondad, o es un ingenuo o es un impostor. Y ninguna de esas dos características alimenta la popularidad.
Esa es una de las razones del alto rechazo.
La otra es relativa a la conducta de Piñera.
El Presidente ha mostrado, en estos cincuenta días, un comportamiento que cualquier psicoanalista —con la fría denominación de la literatura— llamaría histérico. El activismo del Presidente (quien en vez de leer, conversar, dudar o meditar, simplemente se mueve) parece más preocupado de satisfacer a un amo imaginario (el pueblo, los otros, las audiencias) que de estar a la altura de las expectativas que desata el cargo que desempeña. Al revés de Lagos —para quien todo dependía de cuán cerca estuviera su comportamiento del rol que le tocaba desenvolver— Piñera parece creer que no es el papel que le tocó en suerte, sino su subjetividad, sus anhelos y sus pulsiones, la medida de su propio desempeño.
Así entonces, una cierta desaprensión acerca de los conflictos de interés (que lo distancian del ciudadano de a pie) y un narcisismo que lo lleva a creer que su subjetividad es interesante o digna de atención (cuando lo que importa es el papel que está llamado a cumplir) explican el alto rechazo que su desempeño ha recibido estos primeros cincuenta días.
Pero en todo esto, por supuesto, no hay nada definitivo.
Para superar esas dificultades, basta que el Presidente comprenda que los ciudadanos de a pie esperan de él una conducta que esté por encima de la que ellos mismos ejecutarían y que, a la vez, muestre una subjetividad presidencial menos desbordada, consciente de que no es él lo que importa, sino el papel que está llamado a desempeñar.
Esas dos cosas bastarían para que Piñera, a poco andar, mejorara la valoración de la ciudadanía.
Sin embargo, no es fácil que lo alcance porque —a juzgar por su comportamiento— el principal rival de Piñera, en ausencia de la oposición, es su propia personalidad. Hay en él una pulsión que alimenta su activismo y a la vez su distancia con la gente común y corriente. No es un problema político o de cálculo —esto es lo dramático del asunto—, sino una cuestión de personalidad, una compulsión.
Y el diagnóstico es malo. Porque, ya se sabe, los políticos no llegan tan lejos como permite augurar su talento o su inteligencia, sino como permiten sus limitaciones.
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Desde luego, se encuentra la sorprendente inconsciencia que Piñera, y quienes forman parte de su gobierno, han mostrado acerca de los conflictos de interés.
Piñera y algunos de sus ministros tropiezan a cada rato —sin mostrar la menor zozobra— con situaciones en las que deben escoger entre su propio bienestar y el que, en razón de su cargo, están llamados a tutelar. Una empresa en la que el Canciller participaba apenas ayer es acusada de sobornar a un funcionario público; una asesora del Presidente integra, al mismo tiempo, el Consejo de la Alta Dirección Pública encargado de limitar la discrecionalidad presidencial; un subsecretario mantiene la propiedad de un club deportivo al que, sin embargo, debe regular; el propio Presidente, con una resistencia digna de un diván psicoanalítico, se niega a desprenderse de un canal de televisión........Allí donde el ciudadano de a pie se ruboriza, el Presidente como si lloviera.
En todos esos casos la defensa de los involucrados ha consistido en apelar a su buena fe, a su voluntad de obrar correctamente.
Olvidan que en política, quien apela a la bondad, o es un ingenuo o es un impostor. Y ninguna de esas dos características alimenta la popularidad.
Esa es una de las razones del alto rechazo.
La otra es relativa a la conducta de Piñera.
El Presidente ha mostrado, en estos cincuenta días, un comportamiento que cualquier psicoanalista —con la fría denominación de la literatura— llamaría histérico. El activismo del Presidente (quien en vez de leer, conversar, dudar o meditar, simplemente se mueve) parece más preocupado de satisfacer a un amo imaginario (el pueblo, los otros, las audiencias) que de estar a la altura de las expectativas que desata el cargo que desempeña. Al revés de Lagos —para quien todo dependía de cuán cerca estuviera su comportamiento del rol que le tocaba desenvolver— Piñera parece creer que no es el papel que le tocó en suerte, sino su subjetividad, sus anhelos y sus pulsiones, la medida de su propio desempeño.
Así entonces, una cierta desaprensión acerca de los conflictos de interés (que lo distancian del ciudadano de a pie) y un narcisismo que lo lleva a creer que su subjetividad es interesante o digna de atención (cuando lo que importa es el papel que está llamado a cumplir) explican el alto rechazo que su desempeño ha recibido estos primeros cincuenta días.
Pero en todo esto, por supuesto, no hay nada definitivo.
Para superar esas dificultades, basta que el Presidente comprenda que los ciudadanos de a pie esperan de él una conducta que esté por encima de la que ellos mismos ejecutarían y que, a la vez, muestre una subjetividad presidencial menos desbordada, consciente de que no es él lo que importa, sino el papel que está llamado a desempeñar.
Esas dos cosas bastarían para que Piñera, a poco andar, mejorara la valoración de la ciudadanía.
Sin embargo, no es fácil que lo alcance porque —a juzgar por su comportamiento— el principal rival de Piñera, en ausencia de la oposición, es su propia personalidad. Hay en él una pulsión que alimenta su activismo y a la vez su distancia con la gente común y corriente. No es un problema político o de cálculo —esto es lo dramático del asunto—, sino una cuestión de personalidad, una compulsión.
Y el diagnóstico es malo. Porque, ya se sabe, los políticos no llegan tan lejos como permite augurar su talento o su inteligencia, sino como permiten sus limitaciones.
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