jueves, abril 01, 2010

Legionarios II . Genaro Arriagada

Hace ocho años, en abril del 2002, la revista “Siete +7” —que con un grupo de amigos contribuí a fundar— publicó un reportaje sobre los abusos sexuales de Marcial Maciel, el fundador de los “Legionarios de Cristo”. En él se hacía alusión, también, a su afición a las drogas: consumía derivados de la morfina. El tiempo probaría, además, que el susodicho contravino sus votos sacerdotales, manteniendo, por varias décadas, una relación con una mujer con la que engendró un hijo.
Entiendo el dolor de miles de “Legionarios de Cristo” que fueron engañados y sería el último en tratar de hacer escarnio de su buena fe. Pero esa salvedad no debe ser extendida, sin más, a quienes participaban de la dirección de la Congregación....Hoy, con justa razón —tras 50 años de denuncias y merced a la acción del Papa Benedicto XVI—, Maciel ha sido condenado. Pero un nuevo error puede estar en marcha. Sin duda, los actos inmorales del fundador son su responsabilidad individual, pero aunque de dispar naturaleza, hay una responsabilidad institucional, social y moral de la Congregación. Los sacerdotes y colaboradores que constituían el círculo íntimo de Maciel y la jerarquía de la Congregación, en el mejor de los casos son responsables de inexcusable torpeza y desidia; y, probablemente, no pocos de ellos, de encubrimiento. Es imposible que no hubieran escuchado las denuncias e inaceptable que no las hubieran investigado y aclarado. Las acusaciones en su contra no son del 2002, sino de hace medio siglo. En 1956 se supo de la primera investigación en el Vaticano —en la que participó Polidoro van Vlieberghe, que después sería obispo emérito de Illapel— y no hubo década donde el asunto no volviera a ser planteado. Las personas que hicieron las denuncias no eran enemigas de la religión, sino que muchas de ellas, en un inicio, colaboradoras de Maciel, que habían trabajado para la extensión de la influencia de los “Legionarios”, y a los que la Congregación no sólo no escuchó sino que los persiguió y execró. Los medios que se atrevieron a publicar estas denuncias fueron objeto de presiones económicas muy fuertes, dada la predilección de la organización por los sectores económicamente más poderosos de la sociedad. Todavía hace una década, en México, un diario que acogió estos testimonios fue llevado casi a la quiebra.

Sin pretender aliviar la condena a la apostasía de Maciel, es bueno recordar que una de las peores formas de perpetuar el error —en cualquier organización— es reducir las culpas a la perfidia de un solo individuo, como manera de salvar a la institución y las prácticas que lo hicieron posible. Así, Maciel tiene toda la responsabilidad y ninguna la jerarquía que le siguió con una obediencia y una falta de responsabilidad que hoy parecen increíbles; la falsedad y el engaño sólo se concentran en él, en tanto que se libera de responsabilidad —cierto que ella es distinta y menor— a los que ejercían el magisterio en la Congregación y que escucharon y leyeron por décadas las acusaciones en su contra, sin nunca investigarlas ni menos repararlas. Es de esperar que no ocurra así en este caso que afectó la confianza de cientos de miles de personas, creyentes y no creyentes, miembros o no de la Congregación.
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