Explicando lo inexplicable. Daniel Mansuy
Escuchar a la ministra vocera, joven y talentosa, dando explicaciones por el retraso en la venta de Lan no puede sino resultar un poco decepcionante para quienes todavía creemos en la existencia de ciertas reglas en la vida pública. En efecto, culpar a Celfin no sólo es completamente inverosímil, sino que además hace dudar respecto del grado de confianza que los chilenos podemos depositar en el nuevo gobierno. Pero también es decepcionante porque la función de los ministros es gobernar el país, no gastarse explicando los incidentes financieros de Piñera. Desde todo punto de vista, y supongo que esto lo admitiría el más acérrimo de los piñeristas, es lamentable que los ministros estén perdiendo su tiempo y energía en explicar lo inexplicable, dando la cara por algo que, simplemente, no es su problema. Es una especie de “privatización” de los ministros. Nunca pensamos que Piñera llegaría tan lejos. Por cierto, la ministra sólo se hunde más intentando esgrimir que no es “tema de gobierno”: desde el minuto en que Piñera no verificó su promesa, la cuestión se transforma en asunto gubernamental, guste o no. Otro secretario de Estado fue más lejos, y acusó de mal gusto a quienes preguntaban sobre este tema, como si pudiera ser impropio inquirir por los compromisos adquiridos durante la campaña.......Piñera prometió vender antes de asumir, y no cumplió. Para peor, aún no es capaz de dar una respuesta satisfactoria. Es cierto que en el intertanto hubo una catástrofe, pero todo indica que las cosas deberían haber estado ya zanjadas el día del terremoto, que ocurrió tan sólo 12 días antes del cambio de mando. Por lo demás, la bolsa no interrumpió sus actividades. También cabe la posibilidad que Piñera haya tardado la venta porque las acciones bajaron luego del terremoto. En tal caso, podemos darnos por enterados: el Presidente sigue especulando y, por tanto, sus promesas están condicionadas al valor de sus acciones. Por último, quizás Piñera simplemente no quiso vender para ver cómo reaccionaba la opinión pública: por si pasa, como se dice en buen chileno.
Violar las reglas por primera vez es difícil, pero luego puede convertirse en rutina. En ese sentido, lo de Piñera es grave por demasiadas razones. Como sea, el caso es que ninguna de las tres explicaciones posibles es muy estimulante, pues todas dejan claro que el presidente es incapaz de realizar una demarcación clara y nítida entre lo público y lo privado, entre sus legítimos intereses personales y sus responsabilidades como Presidente de la república. Chile no es un juego ni una empresa, y la república merece cuidados y atenciones: por lo mismo, encabezarla exige tener plena conciencia de los deberes implicados. Es cierto que la Concertación no siempre hizo las cosas demasiado bien en este sentido —los cruces de veredas fueron demasiado frecuentes y, a veces, obscenos—, pero eso no constituye un argumento, menos aún si se pretende instaurar una nueva forma de gobernar. Además, sería de ciegos negar que, en esta materia, la derecha tiene que rendir un examen bastante más severo que la izquierda. Y si bien es innegable que Piñera no siempre observó estas reglas de modo muy estricto en el pasado —basta recordar su discusión con Allamand a propósito del caso Chispas—, uno esperaría mayor conciencia de lo siguiente: en un país tan presidencialista como Chile, ocupar la primera magistratura conlleva obligaciones infinitamente superiores a las de ser senador. Y no se trata de un problema legal, sino de un problema ético, porque —como diría Ricardo Lagos— el Presidente de Chile no puede necesitar una ley para cumplir con su deber.
En ese sentido, salvo que Piñera modifique radicalmente su actitud, su gobierno estará inevitablemente marcado por ese pecado original, por esa ambigüedad irresuelta. Podrá quizás hacer una buena gestión, es posible que resuelva muchos problemas y quizás se destaquen algunos ministros. Sin embargo, difícilmente su mandato podrá liberarse del estigma de haber permitido abundantes conflictos de interés en su seno, propiciados por el propio Presidente.
Dicho de otro modo, la república saldrá dañada porque cuando se mezclan los ámbitos de un modo tan abierto, a vista y paciencia de todos, el perjuicio es difícil de reparar. Violar las reglas por primera vez es difícil, pero luego puede convertirse en rutina. En ese sentido, lo de Piñera es grave por demasiadas razones. Alguien podría objetar que mis argumentos son nostálgicos, que estas cosas ya no importan, y que lo crucial hoy es ser eficiente, y que el resto importa poco. Por mi parte, sigo pensando que la buena gestión exige reglas claras, y que cuando esas reglas se hacen difusas, todo se confunde y todo se vuelve posible. Sigo pensando que los servidores públicos deberían estar libres de cualquier sospecha, y sobre todo el primero de ellos, el Presidente. Sigo pensando que la política es una actividad noble que impone cierto ethos. Sigo pensando, en fin, que mi abuelo no estaba tan equivocado cuando me enseñaba que las promesas son para cumplirlas y que lo público es distinto de lo privado.El Mostrador
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Violar las reglas por primera vez es difícil, pero luego puede convertirse en rutina. En ese sentido, lo de Piñera es grave por demasiadas razones. Como sea, el caso es que ninguna de las tres explicaciones posibles es muy estimulante, pues todas dejan claro que el presidente es incapaz de realizar una demarcación clara y nítida entre lo público y lo privado, entre sus legítimos intereses personales y sus responsabilidades como Presidente de la república. Chile no es un juego ni una empresa, y la república merece cuidados y atenciones: por lo mismo, encabezarla exige tener plena conciencia de los deberes implicados. Es cierto que la Concertación no siempre hizo las cosas demasiado bien en este sentido —los cruces de veredas fueron demasiado frecuentes y, a veces, obscenos—, pero eso no constituye un argumento, menos aún si se pretende instaurar una nueva forma de gobernar. Además, sería de ciegos negar que, en esta materia, la derecha tiene que rendir un examen bastante más severo que la izquierda. Y si bien es innegable que Piñera no siempre observó estas reglas de modo muy estricto en el pasado —basta recordar su discusión con Allamand a propósito del caso Chispas—, uno esperaría mayor conciencia de lo siguiente: en un país tan presidencialista como Chile, ocupar la primera magistratura conlleva obligaciones infinitamente superiores a las de ser senador. Y no se trata de un problema legal, sino de un problema ético, porque —como diría Ricardo Lagos— el Presidente de Chile no puede necesitar una ley para cumplir con su deber.
En ese sentido, salvo que Piñera modifique radicalmente su actitud, su gobierno estará inevitablemente marcado por ese pecado original, por esa ambigüedad irresuelta. Podrá quizás hacer una buena gestión, es posible que resuelva muchos problemas y quizás se destaquen algunos ministros. Sin embargo, difícilmente su mandato podrá liberarse del estigma de haber permitido abundantes conflictos de interés en su seno, propiciados por el propio Presidente.
Dicho de otro modo, la república saldrá dañada porque cuando se mezclan los ámbitos de un modo tan abierto, a vista y paciencia de todos, el perjuicio es difícil de reparar. Violar las reglas por primera vez es difícil, pero luego puede convertirse en rutina. En ese sentido, lo de Piñera es grave por demasiadas razones. Alguien podría objetar que mis argumentos son nostálgicos, que estas cosas ya no importan, y que lo crucial hoy es ser eficiente, y que el resto importa poco. Por mi parte, sigo pensando que la buena gestión exige reglas claras, y que cuando esas reglas se hacen difusas, todo se confunde y todo se vuelve posible. Sigo pensando que los servidores públicos deberían estar libres de cualquier sospecha, y sobre todo el primero de ellos, el Presidente. Sigo pensando que la política es una actividad noble que impone cierto ethos. Sigo pensando, en fin, que mi abuelo no estaba tan equivocado cuando me enseñaba que las promesas son para cumplirlas y que lo público es distinto de lo privado.El Mostrador
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