miércoles, marzo 17, 2010

Virtud o fuerza . Ricardo Solari

Creo que los que hablan de terremoto de los valores no conocen nuestra historia. La construcción de esta nación no ha sido un paseo de curso. No miran la historia, pero tampoco los fenomenos del presente, como las barras bravas. Por Ricardo Solari*
Mucho se ha dicho sobre los saqueos derivados del terremoto.
Reflexiones que van desde una antropología de la condición humana, razón o animalidad, hasta las consideraciones filosóficas que se refieren a la naturaleza del pacto social, contraponiendo a Rousseau con Hobbes. El buen salvaje enfrentado al hombre como perpetuo enemigo del hombre. La vieja disputa entre el bien y el mal. ....Pero lo concreto, lo que se sabe, es que un terremoto de magnitud inédita sacudió al país el sábado 27 de febrero a las 3.35 am. Los hechos son claros: el brutal sismo provocó una interrupción de todos los servicios básicos en muchos lugares de Chile y, por algún tiempo, la inexistencia de forma alguna de gestión estatal. Las instituciones se paralizaron a la velocidad del sismógrafo y sobrevino la tragedia, el caos.

No obstante, la cuestión principal consiste en separar la anécdota, lo pintoresco, de lo estructural, como se diría en la jerga dominante por estos días. Aquello que permanecerá después de que la televisión abandone su preocupación por este drama y se concentre en el mundial de futbol. Después de que las tropas se hayan retirado de las calles.


*Economista y ex ministro de Estado

¿Estábamos preparados, civil y militarmente, para la crisis? Creo que esta es materia de otra columna. Lo más adecuado es que, haciendo un esfuerzo inmenso de sensatez –porque la nación, su población y su territorio son un espacio compartido– parlamentarios oficialistas y opositores hagan ese balance a fondo.

Porque lo que ocurrió era previsible. No la descoordinación de autoridades. No la confusa información sobre la fuerza del mar. Criticar aquello sería actuar como general después de la batalla. Y eso no corresponde cuando existen tanta destrucción y muerte. Lo otro: la reacción social anómica, extraña, disruptiva, vandálica. Eso no debe extrañar a nadie.

Me sorprende que siempre se hable de Chile sin mirar atrás. Probablemente, esa cierta levedad se justifique por aquello que los siquiatras llaman la negación. Pero la verdad es que no existe ningún relato de viaje, literatura o historiografía nacional que no nos remita a la permanencia de la violencia natural y social en nuestra trayectoria como nación. Sin embargo, por algún motivo, preferimos construir una versión multicolor de nuestro pasado.

Leí dos estupendos textos este verano. El clásico de Gustave Verniory, Diez Años en la Araucanía (1889-1899), del ingeniero belga que lideró la construcción de nuestra red ferroviaria desde Victoria hasta Valdivia. Las 500 páginas del diario de viaje remiten a una sucesión de hechos violentos, con terremotos y saqueos incluidos. La otra lectura fue el recientemente editado Yo Montt, de Cristóbal García-Huidobro, una biografía del crucial presidente de Chile de mitad del siglo XIX. Otra relación de sucesos luctuosos, hombres con carabina en mano y masas exaltadas. Y nuevamente, temblores. Suma y sigue. Hoy que está de moda Martin Rivas: la revolución de 1891, que derrocó a Balmaceda, con los masivos saqueos y asaltos a viviendas en casi todo Chile. Luego, las convulsiones vividas en las décadas del 20 y del 30, que siguieron a las miserias del fin de la era del salitre: la insurrección del 2 de abril de 1957, con vandalismo generalizado que sacudió Santiago a propósito de un alza de pasajes del transporte público. En el terremoto del 60, las FFAA pusieron orden rápido, un par de muertos y a otra cosa, mariposa. Y los 60, con más temblores, con la reforma agraria, sus duras tensiones y las tomas de grandes zonas de la ciudad: La Victoria, La Legua, La Bandera, La Pincoya y tantos otros espacios importantes de la urbe actual. Más adelante, el violento 1973 y los 17 años de Pinochet con las protestas sociales y un nuevo terremoto en 1985, que prolongó el desastre de la crisis de principios de los 80.

Se me dirá que nada de esto tiene que ver con la intensidad telúrica. Yo respondo que son el mismo país y la misma gente. Y una sola conclusión: la historia de Chile es dura.

Creo que los que hablan de terremoto de los valores no conocen esa historia. Importa saber que la construcción de este país no ha sido un paseo de curso. Y no miramos la historia, pero tampoco los fenómenos del presente.

Hemos visto crecer y consolidar el fenómeno de las barras bravas, que de entusiastas adherentes a emblemas deportivos se transformaron en grupos ultra violentos en los 90 y 2000, y extendieron su giro de negocios desde la afición deportiva al microtráfico y el control territorial. Los barrios pobres de Santiago están llenos de zonas albas o azules, donde una preferencia deportiva, un triunfo o una derrota, pasan factura de muerte o mutilación. En esta ciudad vivimos, pero es tan segmentada, tan segregada, que se puede residir en ella toda una vida y no enterarse de estas malas noticias.

Hasta que se apaga la luz.

Nada de eso justifica ningún atentado al bien común. Por el contrario, lo único que perjudica y aniquila los derechos de los débiles, motivo de cualquiera vocación respetable por la política son el derrumbe del Estado de Derecho y la pérdida por el gobierno legitimo del monopolio de la fuerza; la implosión del desenfrenado predominio del interés particular, del individuo más fuerte, que esto trae consigo. El apoyo a la intervención de las Fuerzas Armadas y de Orden era obvio. En un esquema de incertidumbre descomunal, las Fuerzas Armadas ofrecen protección y son quienes garantizan la posibilidad de vida cotidiana.

Es evidente que la reacción popular que gatilló el desborde ocurrió a partir del estado de necesidad de algunos. Pero el saqueo post desastre no sólo se explica por conductas personales y grupales reactivas frente a un evento que nos pone a nosotros y a nuestros seres queridos en riesgo y en el que la obsesión por comprar certeza a través de bienes, evidentemente escasos en un contexto de destrucción material, se puede hacer infinita.

Porque de todos los grupos que actuaron en los saqueos: el crimen organizado que se concentró en los cajeros automáticos; el lumpen vinculado al microtrafico que robó lo que pudo, o jefes de hogar en busca de provisiones, hay un cuarto: el más extraño, el último, el de los delincuentes de oportunidad. El que iba pasando. El que vio el supermercado abierto y que se sumó con entusiasmo al delito.

Para los hambrientos y sedientos puede haber clemencia. Para los delincuentes, política criminal. ¿Pero qué hay para estos otros que, en medio de la confusión, cruzaron voluntariamente la frontera?

Todo esto habla de poca cohesión respecto del rayado de cancha normativo y social. Esto es lo que se pone a prueba en esas horas.

Probablemente, estas reglas son vistas hace rato por algunos como inequitativas y más adecuadas para unos que para otros. Porque importa tanto el consenso respecto de ellas, como el temor a su irrespeto.

Cierta fragilidad de los marcos éticos de las elites, alguna desconsideración sistemática por la probidad en muchos niveles; en definitiva, esa falta de virtud ejemplar, promovida por Macchiavello y reivindicada por filósofos contemporáneos, como Hannah Arendt, Petit o Taylor, alimentó también la chispa que determinadas condiciones objetivas, falta de luz eléctrica y escasez de policía transformaron en desbande.

Tengo ante mí el epistolario de Diego Portales, en la estupenda edición de la Universidad que lleva su nombre. Recuerdo la imagen del despacho del presidente Lagos, quien tenía detrás de su sillón un retrato del ministro asesinado. ¿Por qué esta figura, tan venerada por la derecha, ocupaba un lugar central en la oficina de un presidente de izquierda y laico? Nunca toqué el tema, pero creo que existía en él la convicción de que el respeto originado en un Estado en forma, fuerte, era, en el caso de Chile, la única condición para construir una república de verdad.

Y esa mirada transversal, respecto del valor de la ley como factor constitutivo de nuestra identidad, constituye un amplio consenso de nuestras elites. Pero en paralelo no es evidente que hayamos construido el suficiente capital social, de confianza mutua, que nos permita operar como una comunidad integrada ante desgracias y tragedias.

Organizar la defensa civil y la prevención de riesgos en una sociedad en que las redes sociales son débiles o no existen, es muy difícil. Si el contrato entre los ciudadanos y el Estado es clientelar, e implica puros derechos y no deberes, es poco menos que imposible.

Algunos culpan a los medios de comunicación, en particular a la televisión chilena. A ésta se le puede criticar por promover valores que disgustan a algunos, como los realities de competencia, en que todo cabe para liquidar al otro.

Pero allí estaríamos entrando en un terreno más pedregoso: estaríamos cuestionando el “modelo de negocios” que eligió la sociedad chilena. Este modelo ha traído progreso y bienestar y es evidente que se ha compartido ampliamente. Pero en la lógica de mercado domina la competencia, no la solidaridad, y prima el individuo por sobre la comunidad.

No siempre es así. Hay otras sociedades –doy ejemplo extremos, como Israel o Cuba, con instituciones políticas tan distintas– uno democracia parlamentaria y el otro, dinastía autoritaria, donde el “modelo de negocios”, por múltiples razones, es distinto: es la cooperación. Sin ella no se sobrevive. He despertado en La Habana en medio de un huracán, de esos duros que arrasan el Caribe, y comprobar cómo toda una comunidad colabora con la evacuación de refugiados, y la única fuerza material existente –la única– era la voluntad de cooperación de los vecinos.

Presencié en un kibutz en Israel, en la frontera –luego de que las sirenas anunciaran amenazas de cohetes– una afinada coordinación, que imponía un protocolo estricto que combinaba la continuación de actividades productivas con la protección de adultos mayores y niños.

Al final, tampoco somos tan extraños. Pero eso no debe ser un consuelo. En el último gran desastre natural norteamericano, en New Orleans, Katrina, las pandillas se batieron semanas contra la policía estatal, la Guardia Nacional y el ejército regular. En los albergues el descontrol duró mucho tiempo y la normalidad no se demoró días, sino meses en volver. Y el presidente Bush inició el declive irremediable de su popularidad cuando fue incapaz de responder con acciones contundentes frente a la interpelación de gobernador del Estado de Mississipi que le pidió al líder republicano que moviera su trasero. Jacqueline Van Rysselberghe entenderá pronto que otra cosa es con guitarra.

Todos los últimos estudios sobre el alma nacional demuestran una gran desconfianza de los ciudadanos en las instituciones y en sus propios vecinos. El cemento que sustenta la chilenidad es bien débil en esa materia. Los últimos sucesos pueden ser una oportunidad para fortalecer esta sociedad de tan pocos lazos. Hacerlo no es fácil, pero ayuda si tratamos de mirar la realidad de frente
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