jueves, marzo 04, 2010

Es indiscutible que Chile es otro Chile después de 20 años de gobierno de la concertación, pero también es indiscutible que no todo se ha hecho bien.

Si las desgracias, si el dolor, si el miedo, no nos hacen reflexionar primero como personas y luego como partes de diversos colectivos: partido, comuna, ciudad, país, entonces estaremos inevitablemente obligados a repetir los errores y horrores cometidos.
Nuestro país se encuentra hoy en un estado de estupefacción. A los temores que algunos chilenos y chilenas sentían por la decisión soberana del pueblo de abrir la puerta a un cambio de gobierno se sumó, a contar de la madrugada del sábado 27 de febrero, la sensación de que no importa las certezas y seguridades que las personas hayan alcanzado en la vida (por cierto unos mucho más que otros), ya que en una fracción de segundo todo se puede volver dolor y trizas. Eso fue lo que trajo el terremoto y posterior tsunami que afectara al país desde la tercera a la décima región con distintos grados de violencia......Así, a la constancia, una vez más, de la fragilidad de lo humano, se sumó a las pocas horas otra no menos perturbadora y angustiante. Cientos de personas en diversas ciudades afectadas por el movimiento, salieron a las calles en una explosión de rabia que se tradujo en saqueos, incendios, enfrentamiento con las fuerzas de orden. En la vereda del frente de la rabia, quienes demandaban “mano dura”, “disparar a matar” y se armaban con lo que podían para defender los bienes materiales.
Imposible no recordar las hordas que en plena Edad Media, asolaban villorrios y ciudades sin que nunca los señores feudales y reyes pudieran comprender la razón de esa rabia sin contención.
Hoy de nuevo se alzan voces criticando, denunciando y condenando a quienes no sólo se han dedicado a saquear supermercados, tiendas y farmacias, sino también han amenazado la integridad y seguridad de las familias. ¿Pero, debemos sentirnos absolutamente sorprendidos por la explosión social, traducida en robos, amenazas, destrozos y amenazas? No, definitivamente no. Desde hace años no pocas voces se han alzado anunciando la latencia de un malestar, de una rabia en gran parte de la población, que nadie quiere ver ni menos enfrentar. Es indudable que entre los personajes mostrados por los medios hay delincuentes de tomo y lomo, pero basta el ejemplo de un par de estos individuos con cierto liderazgo, para arrastrar tras sí a una masa humana, donde el descontento anida hace ya tiempo.
En este país de la modernidad; con la “coalición gobernante más exitosa en la historia del país”; con modernos edificios; súper carreteras; disminución drástica de la pobreza y extrema pobreza; de la creación de barrios urbanos plenos de modernidad, áreas verdes, arte, belleza, alta gastronomía y hermosas mansiones; de la mayor desigualdad de ingresos del continente tras Haití, en este país crece como hierba mala el rencor, la desafección con el sistema, el malestar social.
¿Por qué, en un país donde todos los indicadores hablan de éxito, de modernidad, de crecimiento, donde algunas de sus comunas no tienen nada que envidiarle a sectores y barrios del primer mundo, donde las mejores y más exclusivas marcas llegan apenas salen a la venta, donde tenemos la mayor cantidad de millonarios emergentes; por qué, en este país, su gente parece moverse en un mar de descontento, de molestia, de rencor?
Auto flagelantes nos llaman a quienes no sólo vemos este malestar, sino que también lo enunciamos en cada tribuna que encontramos (nos cuesta tenerlas). La descalificación es la más fácil arma cuando no se quiere entrar en diálogo, cuando no se quiere ver ni conocer lo que desagrada.
¿Qué señas permiten reconocer este malestar, este mal talante? Muchas. Primero las respuestas que diversos estudios muestran, donde las personas ven con pesimismo su futuro, donde no dejan títere con cabeza al desconfiar de todas y cada una de las instituciones (gobierno, justicia, partidos políticos, iglesia), dónde los jóvenes se organizan en pandillas; donde incluso las expresiones deportivas, musicales y o culturales pueden terminar en desmanes y desorden, dónde abordar el metro se convirtió en una acción de ataque para entrar y de defensa férrea del asiento que permite descansar y no viajar apretado como sardina, dónde los jóvenes pingüinos (con una loable causa movilizadora) no pueden evitar que su movimiento derive en caos, rompimiento de muebles urbanos, ataque a las vitrinas y a sedes bancarias o a iconos del “imperialismo” como los Mc Donald. Así, suma y sigue.
Es indiscutible que Chile es otro Chile después de 20 años de gobierno de la concertación, pero también es indiscutible que no todo se ha hecho bien. Para nada. Tenemos el pecado original de habernos comprado con puntos y comas el modelo político y económico impuesto por la dictadura militar. Aún más, al asumirlo lo legitimamos, le dimos “carta de ciudadanía”, lo perfeccionamos siempre pensando que el crecimiento económico finalmente llegaría a las masas y todos viviríamos felices. Pero no basta el acceso al consumo, no basta el tener miles de primeras generaciones de jóvenes en universidades de diversos pelos, no basta con establecer una valiosa red social, si la gente no conoce en plenitud la forma de acceder a ellos, no basta con tener un trabajo que sirve sólo para bicicletear deudas; no basta con tener tarjetas de crédito –símbolo de una nueva forma de esclavitud- no basta con tanto oropel si a la hora de las crisis todo se cae como un castillo de naipes.
Dicen que la reconstrucción llevará unos tres años. Estamos en este caso hablando de reconstrucción material. Pero, la más importante reconstrucción, la del alma nacional, sin duda tardará mucho más. Eso, si todos, individual y colectivamente estamos abiertos a aprender de esta dura lección.
Myriam Verdugo
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