LOS DOGMAS DEL ESTADO. Andres Rojo
La discusión acerca de la posibilidad de que Sebastián Piñera, en caso de resultar electo, pueda cumplir con su promesa de dar un bono de 40 mil pesos no deja de ser curiosa, si se considera que en la actual administración se han dado en varias ocasiones bonos similares y que precisamente el mínimo rol del Estado que habría en un Gobierno de la Alianza es una de las críticas que se le hacen a Piñera.
Tampoco se puede argumentar que sea una forma de cohecho, o no más cohecho al menos que cualquiera de las promesas que haga la autoridad en ejercicio, cuando se trata de hacer gastos extraordinarios aprovechando los ahorros fiscales.En rigor, el sentido del Estado es reunir los frutos del desarrollo económico y redistribuirlos con un fin social, es decir, dar más a los que tienen menos. Si la economía genera dineros adicionales a los necesarios para mantener los programas, planes y gastos contemplados en la Ley de Presupuesto, no parece demagógico utilizarlos en beneficiar a los menos pudientes.
Distinto sería si se usan dineros ya comprometidos a un gasto fijo para utilizarlos en otro propósito, pero esta tampoco es una regla invariable. El Gobierno puede proponer al Congreso modificaciones presupuestarias, cuando se trata de montos que superan la discrecionalidad de la autoridad, y si el Parlamento aprueba estos cambios es perfectamente legal e irreprochable, tanto del punto de vista ético como desde la perspectiva política.
El Estado se define por su función y si el cumplimiento eficaz de esta requiere adaptaciones, es deber de los dirigentes políticos y de los representantes populares convocar al pueblo soberano para decidir esos cambios. Por el contrario, si la conservación de la institución es puesta en un lugar de preeminencia respecto a la función, lo más probable es que el objetivo no sea cumplido, y al perder la ciudadanía la seguridad en que el Estado protegerá sus intereses se derrumbará también la legitimidad política del Estado.
El Estado en sí mismo no tiene una connotación ideológica determinada y sus únicas exigencias son la eficiencia y la mantención del orden social, pero si la ineficiencia del Estado atenta contra ello resulta urgente modificar la institucionalidad y quienes se resistan a los cambios demandados por la sociedad pasan a ser secuestradores del Estado.
Es preciso, entonces, decir por último que el Estado no es propiedad del Gobierno, sino de la ciudadanía, y el Gobierno tiene la responsabilidad de administrarlo pero no puede actuar como si fuera suyo, ni mucho menos invocar dogmas inexistentes para justificar conductas cuestionables.
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Tampoco se puede argumentar que sea una forma de cohecho, o no más cohecho al menos que cualquiera de las promesas que haga la autoridad en ejercicio, cuando se trata de hacer gastos extraordinarios aprovechando los ahorros fiscales.En rigor, el sentido del Estado es reunir los frutos del desarrollo económico y redistribuirlos con un fin social, es decir, dar más a los que tienen menos. Si la economía genera dineros adicionales a los necesarios para mantener los programas, planes y gastos contemplados en la Ley de Presupuesto, no parece demagógico utilizarlos en beneficiar a los menos pudientes.
Distinto sería si se usan dineros ya comprometidos a un gasto fijo para utilizarlos en otro propósito, pero esta tampoco es una regla invariable. El Gobierno puede proponer al Congreso modificaciones presupuestarias, cuando se trata de montos que superan la discrecionalidad de la autoridad, y si el Parlamento aprueba estos cambios es perfectamente legal e irreprochable, tanto del punto de vista ético como desde la perspectiva política.
El Estado se define por su función y si el cumplimiento eficaz de esta requiere adaptaciones, es deber de los dirigentes políticos y de los representantes populares convocar al pueblo soberano para decidir esos cambios. Por el contrario, si la conservación de la institución es puesta en un lugar de preeminencia respecto a la función, lo más probable es que el objetivo no sea cumplido, y al perder la ciudadanía la seguridad en que el Estado protegerá sus intereses se derrumbará también la legitimidad política del Estado.
El Estado en sí mismo no tiene una connotación ideológica determinada y sus únicas exigencias son la eficiencia y la mantención del orden social, pero si la ineficiencia del Estado atenta contra ello resulta urgente modificar la institucionalidad y quienes se resistan a los cambios demandados por la sociedad pasan a ser secuestradores del Estado.
Es preciso, entonces, decir por último que el Estado no es propiedad del Gobierno, sino de la ciudadanía, y el Gobierno tiene la responsabilidad de administrarlo pero no puede actuar como si fuera suyo, ni mucho menos invocar dogmas inexistentes para justificar conductas cuestionables.
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