martes, agosto 04, 2009

Comentarios al libro “El debate silenciado”, de Carlos Ominami, editado por Lom Editores

La lectura de este libro que hoy presentamos abre muchas avenidas de interpretación. En aras del tiempo, yo decido optar por una que me remite de inmediato al sistema político chileno en el marco más amplio del proceso de transición a la democracia. Sin duda, este libro se convertirá en una fuente de consulta indispensable para quienes quieran conocer las dinámicas y características, así como también los meandros, del proceso transicional chileno. No digo nada nuevo cuando recuerdo que nuestra democracia ha devenido en una de baja intensidad, con débil tonicidad, con esquivo espesor, caracterizada por un cierto desarraigo afectivo como diría Lechner. Edwards también lo recuerda en el emotivo prólogo de este libro cuando habla de que nuestra democracia se fue quedando a medias, limitada, y plantea la urgencia de pasar a una más seria, más solidaria y más moderna. Ha costado reconocer esta situación, obnubilados por el espejismo de los rankings internacionales que muestran a Chile liderando la estabilidad democrática en la región, junto con Uruguay y Costa Rica pero de cuyos instrumentos de medición no solemos hacer mayor crítica ni preguntarnos por qué miden ciertas cosas y dejan otras en la oscuridad. Por suerte hoy ya las conversaciones públicas, manifestadas en gran medida a través de los medios de comunicación, aluden a la necesidad de impulsar reformas políticas, aunque algunas veces parciales, tipo parche, como sería la iniciativa de primarias que se debate por estos días. Son pocas las voces que claman por una reforma en perspectiva integral que incluya, por ejemplo una nueva Ley Orgánica Constitucional de los Partidos Políticos donde se contemple la obligatoriedad del principio y práctica democrática en su interior, la tarea de formación política y ciudadana, el financiamiento de los partidos, la limitación de la reelección de los cargos de elección popular y el estatuir que dichos cargos pertenecen a los partidos así como primarias obligatorias y simultáneas, una nueva Constitución, un sistema electoral proporcional corregido, un régimen unicameral y semipresidencial y un proceso efectivo de descentralización.

Sin embargo, ninguna de las propuestas existentes para impulsar reformas políticas se hace cargo en total propiedad ni se asocia con el déficit que este libro, como un todo e independientemente de los distintos temas que recorre, todos ellos apasionantes desde la educación pública, las claves de una política exterior progresista, los desafíos de la izquierda, la reforma de la política, por citar algunos, revela desde su título “El debate silenciado”, una carencia cuyo efecto puede ser tan letal para nuestra democracia como lo es el envejecimiento del padrón electoral, que se ha enfrentado recién por la vía de la inscripción automática pero cuyos efectos no veremos de inmediato, la persistencia del sistema binominal o la incapacidad para generar un sistema más inclusivo que incorpore a las mujeres, a los jóvenes y a los indígenas, por ejemplo. Me refiero en concreto a la posibilidad de disentir, en una democracia en la que se da por supuesta la libertad de expresión. Disentir se ha ido convirtiendo progresivamente en un ejercicio muy osado en Chile. En este país, cuando alguien piensa distinto, y me refiero a nivel de la clase política, inmediatamente se lo desacredita aludiendo a que está guiado por “proyectos personales” o por “gustitos” como se dice últimamente o cuando no, sotto voce, se lo califica de traidor u otros epítetos semejantes. Lo interesante y preocupante a la vez es que quienes dicen esto, no dejan muchas veces hipócritamente de plantear su supuesta apertura a la autocrítica y a la renovación, anticipando que no están en ningún caso ni por la incondicionalidad ni por la subordinación.

Admitamos que no es fácil definir lo que es el disenso y que esta dificultad se hace mayor por cuanto, en general, termina por ser asociado con términos que indican diversos tipos de comportamientos negativos hacia el sistema político. La definición, en abstracto, es complicada y se complica más cuando queremos concretarla en un país como el nuestro donde su antítesis, el consenso, ha pasado a ser glorificado. Ambas situaciones, la inexistencia de canales para el disenso y su contracara, la apología del consenso, le hacen mal a nuestra democracia. En el primer caso porque, más allá de las justificaciones del disenso, éste cumple funciones importantes, con consecuencias diversas para el sistema político donde se le permite expresarse. Morlino, en el Diccionario de Ciencia Política de Norberto Bobbio, nos aclara varias de estas funciones: el disenso hacer emerger y coloca la atención de la opinión pública sobre las injusticias y privilegios existentes en el sistema social y, en este sentido, da una oportunidad de expresión a minorías subprivilegiadas. Además, por medio de una crítica vigilante, puede desarrollar una tarea más general de control de la conducta del gobierno al aclarar los motivos o los errores, efectivos o presuntos, de los procesos decisionales gubernativos. Incluso, este mismo autor recuerda que, desde el punto de vista histórico, puede creerse que la democracia, como régimen político, nace efectivamente cuando se reconoce en definitiva la libertad de disentir, condicionada sólo por el hecho de que ésta no llegue a concretarse en manifestaciones de violencia. En algunas de sus manifestaciones más moderadas, la disensión puede desarrollar una función posterior: contribuir al mantenimiento del régimen, solicitándole un continuo autocambio y ofreciendo la oportunidad para desahogar los motivos de descontento existentes entre los miembros de la sociedad, permitiendo un aumento del grado de legitimidad del propio régimen. En esta perspectiva, siempre que existan las condiciones para que el disenso se exprese, puede asumir una función conjunta de impulso hacia el cambio-adaptación, contribuyendo a la calidad del gobierno.

Pero así como disentir se ha convertido en algo pecaminoso, particular y curiosamente en el caso de actores oficiales del sistema, se ha ido instalado progresivamente una versión del consenso atrofiada, más parecida a una especie de ahogo. El consenso, entendido como un estado de acuerdo interno que se produce en una sociedad, bajo determinadas condiciones, favoreciendo la toma de decisiones, y que caracterizó los primeros años de la democracia, pero que era un medio, ha pasado a convertirse en un fin en sí mismo, en una camisa de fuerza que algunos han denominado, incluso, tratando de encontrarle explicaciones desde la psicología política, como el “consenso traumático” en la medida en que hunde sus raíces y se explica por la ruptura institucional de 1973 y que hace que cualquier alusión argumentativa que otorgue un valor positivo a los conflictos sociales al interior de nuestro sistema termina siendo estigmatizado como “irresponsable”. Poco importa a estas alturas si alguna vez alguien tuvo la inspiración, quizás más bien académica, de promover la instalación en Chile de una democracia de tipo consociativo, a la usanza de las democracias de países como Holanda y Bélgica, como una forma de responder a las necesidades de sociedades heterogéneas, plurales e incluso fragmentadas social, cultura y políticamente. Este tipo de democracias demanda la institucionalización de amplios acuerdos, de la negociación y del compromiso político, pero sin ahogar la diferencia ni la expresión de minorías concurrentes. Piénsese sólo que una de sus características es la proporcionalidad como regla de la representación política, los convenios de la sociedad civil y la distribución de los fondos públicos. Eso no sucedió y lo que nos encontramos hoy día son manifestaciones perversas del consenso como lo son, por ejemplo, los empates entre la Concertación y la Alianza en el reparto de instancias decisorias de instituciones que han ido tomando cada vez más un rol clave como el Tribunal Constitucional, el directorio de TVN, el Banco Central o el debutante Consejo de la Transparencia, por poner algunos ejemplos o bien síntomas, aunque todavía no generalizados, de un fenómeno que Pasquino llama la “pequeña consociación”, aquella práctica política en la que la negociación, el regateo y el reparto de beneficios termina por convertirse el único modo de hacer política.

El libro que hoy presentamos es, por tanto, más que un testimonio personal de un político cuya trayectoria está íntimamente ligada a la historia política reciente y cuya particular situación personal y política le permite y le otorga el margen de maniobra para disentir, a pesar de los costos que ello le acarrea. Tras su lectura, podemos decir que conocemos más y mejor las vicisitudes, los triunfos y las deudas de la transición a la democracia pero, más en concreto, de la coalición que la ha gobernado durante casi veinte años y una pieza maestra de cómo disentir en un contexto que, si bien garantiza los derechos civiles y políticos, ha ido generando, particularmente al interior de los partidos, formas sutiles de control social y oculto del disenso y que hacen muy difícil su expresión. Preguntémonos cuántos son los militantes de los partidos que aspiran a disentir, que tienen una visión distinta o matizada con respecto a la oficial, pero sencillamente las condiciones de sus vidas no les permiten hacerlo. Pero, además, déjenme decirles algo: estamos en presencia de un libro visionario porque tuvo la capacidad, bien individual, bien como obra colectiva en algunas de sus piezas, de visualizar con carácter de importante y de urgente temas que hoy forman parte del debate público como la necesidad de reformas los instrumentos de la política, una nueva estrategia de desarrollo para Chile o de una nueva Constitución y que, incluso, están siendo acogidos, de una u otra forma, por las plataformas programáticas de distintas candidaturas presidenciales.
María de los Angeles Fernández-Ramil
Santiago, 23 de Julio de 2009
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