martes, julio 21, 2009

El Estado soy yo . Jorge Navarrete.

La mayor popularidad de los Presidentes de la República –o, en su caso, de los que aspiran a serlo—, en contraposición con la adhesión ciudadana que tienen las coaliciones y partidos politicos, ha sido una constante desde la década de los noventa. Por lo mismo, se trata de un dato relevante para las estrategias electorales, el que ha sido utilizado tanto para ganar primero, como para gobernar después.
Así por ejemplo, Lavín obtuvo la votación más alta en la historia de la derecha, sobre la base una campaña que ponía el acento en “los problemas reales de la gente”. De igual manera, Bachelet instaló el concepto del “gobierno ciudadano”, como una forma de simbolizar el anhelo de una gestión más cercana y sin tantos intermediarios.
En ambos casos se tuvo la capacidad para leer e interpretar el profundo descontento de los electores hacia las tradicionales formas de hacer política, la que crecientemente fue acompañada por una mayor desconfianza ciudadana en las instituciones y un menor interés por los temas que atañen al debate público.
Lo que hoy parece indiscutible, fue tardíamente comprendido por la clase dirigente, la que amen de una inercia que hasta el día de hoy le impide alterar ciertas prácticas ya largamente asentadas, no fue especialmente receptiva a la crítica, menos todavía cuando ésta provenía de la entonces candidata y hoy Presidenta. En efecto, las diferencias fueron públicas y notorias; a tal grado que muchas veces los errores y desaciertos del gobierno eran percibidos como fruto de un complot por parte del establishment político. En ese escenario, no es raro que la histórica popularidad de la mandataria coincida con el momento más bajo en la evaluación de los partidos políticos.
Que se me entienda bien, imputar a Bachelet el desprestigio de las fuerzas políticas que la apoyan, sería tan injusto como descabellado. Sin embargo, una cosa es descartar que este fenómeno se haya producido por su culpa y otra, algo distinta, es relevar la responsabilidad que ella tiene en alterar el curso de los acontecimientos. Dicho de otra manera, probablemente y sin proponérselo, la forma y estética con que la Presidenta afrontó los desafíos de su mandato no han contribuido a revertir esta tendencia.
En efecto, estamos en presencia de un proceso que va mucho más allá de cómo los ciudadanos evalúan el modo en que un puñado de políticos dirige sus respectivas tiendas políticas. El poder legislativo y judicial, las municipalidades, las policías, el tribunal constitucional y otras varias instituciones públicas son severamente escrutadas por los electores. Se trata, como espero resulte obvio, de una cuestión grave para el futuro de nuestra democracia, a la cual se debe poner atajo lo antes posible.
En el contexto de ese reto, es donde la Presidenta puede jugar un papel decisivo. Sólo ahora, cuando tiene el poder y legitimidad ciudadana más que suficientes, es que puede acometer con algún grado de éxito esta tarea. El liderazgo político exige no sólo ceñirse a las convicciones e imágenes que sobre el poder tienen los ciudadanos, sino también hacer un esfuerzo por alterarlas, por la vía de hacer pedagogía y mostrar cuán relevante es tener instituciones sólidas y permanentes para el desarrollo del país.
Así como el principal legado de Bachelet fue instaurar una red de protección social que ha dado mayor bienestar y seguridad a los chilenos, me parece que su merecida popularidad y bien ganada legitimidad también debe ser un patrimonio al servicio de una idea central de toda democracia que se precie: las personas pasan y las instituciones quedan.
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