No al indulto. Carlos Peña. Clarito como el agua ...Edgardo Reyes
¿Debería incluirse en un indulto general -como el que propuso la Iglesia- a quienes están condenados por violaciones a los derechos humanos; es decir, a los que, en calidad de agentes estatales, participaron en desapariciones, asesinatos y torturas?
No, en caso alguno.
Las razones sobran.
Desde luego, quienes desde el Estado atentaron contra los derechos humanos no sólo infringieron la ley. Al negar a sus conciudadanos el derecho a existir en razón de las ideas que profesaban (fue eso ni más ni menos lo que hicieron), incumplieron uno de los deberes mínimos que pesan sobre los que formamos parte de una misma comunidad política. En cambio, se arrogaron el derecho a decidir, con la frialdad de un burócrata de oficina, quién tenía derecho a habitar entre nosotros y quién no. Ahora, un mínimo sentido de justicia obliga a que ellos queden marginados también hasta que toda su pena se cumpla o la muerte se las abrevie.
Suena duro. Y lo es. Pero ¿de qué otra forma debiéramos reaccionar frente a crímenes que se ejecutaron primero y encubrieron después con toda la impunidad de la fuerza estatal, obligando a los familiares durante décadas a golpear puertas y sudar sangre para obtener, apenas en la hora undécima, una pálida justicia?La fiesta del bicentenario conmemora los inicios de nuestra comunidad política -es decir, del compromiso de tratarnos como iguales, sin excluirnos en razón de las ideas-, y por eso, en vez de ser un motivo para excusar la pena de esos crímenes, debe ser una ocasión para reafirmarla.
Pero ¿acaso no habría que distinguir, como se ha sugerido, entre quienes dieron las órdenes y aquellos que, obligados a obedecer, las ejecutaron? ¿No deberíamos tener conmiseración con aquellos que, situados en el último lugar de la escala del poder, acabaron apretando el gatillo, poniendo en marcha la electricidad o escondiendo los cuerpos, pero sin deliberar ninguna de esas acciones?
El problema que impide hacer esa distinción es que, entre nosotros, todos los violadores de derechos humanos, desde Contreras a Corbalán, pretenden haber sido simples ejecutores de órdenes recibidas al amparo de la fiebre o de la conmoción. Todos se han presentado a sí mismos como alguna vez lo hizo Eichmann ante el juez: como funcionarios que violaron, torturaron, hicieron desaparecer y asesinaron por pura consideración al deber. En un mundo como ése, donde nadie dio las órdenes, en el que todos presumen haber sido reclutas asustados, en el que hasta Pinochet se lavó porfiadamente las manos y donde los civiles alegan no haberse siquiera enterado, ¿cómo podríamos castigar a los que ordenaron los crímenes y abreviar la pena de los que, nada más, los ejecutaron? ¿Cómo podríamos hacer esa distinción si, en los hechos, hemos tolerado se la niegue aceptando que nadie dio orden alguna y que todo lo que ocurrió pareció ser fruto de la simple conmoción?
Pero ¿no habría entonces que indultar al menos a quienes actuaron por miedo al castigo, esos a quienes la amenaza del superior quebrantó el ánimo?
Parece plausible, pero si lo miramos con cuidado, tampoco es sensato. Y no sólo porque el miedo ya debió ser considerado a la hora de fijar la pena.
En el desgraciado paisaje de los crímenes hubo de todo. Algunos cedieron al miedo, es verdad; pero muchos otros fueron capaces de resistirlo. Y esa distinción anula el efecto atenuante que hoy día se le quiere conferir al miedo. Porque ocurre que quienes fueron capaces de vencerlo -los que dejaron escapar a alguna víctima, o rehusaron torturar- no eran héroes, sino personas comunes y corrientes que simplemente se comportaron a la altura de su conciencia. Por eso tampoco es razonable indultar a quienes alegan haber actuado por miedo. ¿Acaso enseñaremos a nuestros hijos que hacer el mal cuando se tiene miedo es excusable?
El indulto general debiera beneficiar a quienes infringieron la ley y hoy están viejos o enfermos, pero excluir a quienes, por convicción, miedo o lo que fuera, y amparados en el Estado, castigaron con la tortura o la desaparición las ideas ajenas. [+/-] Seguir Leyendo...
No, en caso alguno.
Las razones sobran.
Desde luego, quienes desde el Estado atentaron contra los derechos humanos no sólo infringieron la ley. Al negar a sus conciudadanos el derecho a existir en razón de las ideas que profesaban (fue eso ni más ni menos lo que hicieron), incumplieron uno de los deberes mínimos que pesan sobre los que formamos parte de una misma comunidad política. En cambio, se arrogaron el derecho a decidir, con la frialdad de un burócrata de oficina, quién tenía derecho a habitar entre nosotros y quién no. Ahora, un mínimo sentido de justicia obliga a que ellos queden marginados también hasta que toda su pena se cumpla o la muerte se las abrevie.
Suena duro. Y lo es. Pero ¿de qué otra forma debiéramos reaccionar frente a crímenes que se ejecutaron primero y encubrieron después con toda la impunidad de la fuerza estatal, obligando a los familiares durante décadas a golpear puertas y sudar sangre para obtener, apenas en la hora undécima, una pálida justicia?La fiesta del bicentenario conmemora los inicios de nuestra comunidad política -es decir, del compromiso de tratarnos como iguales, sin excluirnos en razón de las ideas-, y por eso, en vez de ser un motivo para excusar la pena de esos crímenes, debe ser una ocasión para reafirmarla.
Pero ¿acaso no habría que distinguir, como se ha sugerido, entre quienes dieron las órdenes y aquellos que, obligados a obedecer, las ejecutaron? ¿No deberíamos tener conmiseración con aquellos que, situados en el último lugar de la escala del poder, acabaron apretando el gatillo, poniendo en marcha la electricidad o escondiendo los cuerpos, pero sin deliberar ninguna de esas acciones?
El problema que impide hacer esa distinción es que, entre nosotros, todos los violadores de derechos humanos, desde Contreras a Corbalán, pretenden haber sido simples ejecutores de órdenes recibidas al amparo de la fiebre o de la conmoción. Todos se han presentado a sí mismos como alguna vez lo hizo Eichmann ante el juez: como funcionarios que violaron, torturaron, hicieron desaparecer y asesinaron por pura consideración al deber. En un mundo como ése, donde nadie dio las órdenes, en el que todos presumen haber sido reclutas asustados, en el que hasta Pinochet se lavó porfiadamente las manos y donde los civiles alegan no haberse siquiera enterado, ¿cómo podríamos castigar a los que ordenaron los crímenes y abreviar la pena de los que, nada más, los ejecutaron? ¿Cómo podríamos hacer esa distinción si, en los hechos, hemos tolerado se la niegue aceptando que nadie dio orden alguna y que todo lo que ocurrió pareció ser fruto de la simple conmoción?
Pero ¿no habría entonces que indultar al menos a quienes actuaron por miedo al castigo, esos a quienes la amenaza del superior quebrantó el ánimo?
Parece plausible, pero si lo miramos con cuidado, tampoco es sensato. Y no sólo porque el miedo ya debió ser considerado a la hora de fijar la pena.
En el desgraciado paisaje de los crímenes hubo de todo. Algunos cedieron al miedo, es verdad; pero muchos otros fueron capaces de resistirlo. Y esa distinción anula el efecto atenuante que hoy día se le quiere conferir al miedo. Porque ocurre que quienes fueron capaces de vencerlo -los que dejaron escapar a alguna víctima, o rehusaron torturar- no eran héroes, sino personas comunes y corrientes que simplemente se comportaron a la altura de su conciencia. Por eso tampoco es razonable indultar a quienes alegan haber actuado por miedo. ¿Acaso enseñaremos a nuestros hijos que hacer el mal cuando se tiene miedo es excusable?
El indulto general debiera beneficiar a quienes infringieron la ley y hoy están viejos o enfermos, pero excluir a quienes, por convicción, miedo o lo que fuera, y amparados en el Estado, castigaron con la tortura o la desaparición las ideas ajenas. [+/-] Seguir Leyendo...
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