No podemos pasar de largo en silencio.Alvaro Ramis
VARIAS VECES he visitado la casa de Ana Frank y nunca he podido dejar de asociar su historia a Villa Grimaldi, al Estadio Nacional o a otros lugares clavados en la memoria reciente de Chile. A pesar de no haber estado en esos lugares más que como testigo mudo de un horror muy lejano. Es imposible pasar por la casa de Ana Frank sin hacer vínculos a procesos de dolor, de violación de derechos, de abuso de poder o de humillación, porque eso es lo que busca desatar el museo en el visitante.
Lejos de ser un sitio para el acopio de objetos o recuerdos del pasado, es un espacio que desafía a vincular la vida de esta adolescente y su familia a múltiples experiencias de violaciones de derechos en el mundo, algunas ya acaecidas, otras en curso, partiendo por las propias experiencias que el espectador trae consigo.
Los laberintos del edificio se muestran de un modo extremadamente sobrio. Lejos del efectismo o la sensiblería, los objetos, pocos, dispersos, dispuestos de modo sencillo pero directo, dan cuenta ante todo de la ausencia de los antiguos moradores en esas habitaciones. Al finalizar el itinerario, el museo invita a ingresar en una sala audiovisual en la cual se nos enfrenta a una situación inesperada: en la exposición, llamada Free2choose, se pasa revista a una serie de ejemplos de actualidad, procedentes de todo el mundo, de libertades que chocan con la defensa del sistema democrático. La exposición explora los límites de la libertad en nuestros días. En toda sociedad democrática, los ciudadanos poseen una serie de libertades fundamentales, como la libertad de expresión, la libertad de culto y el derecho a la intimidad.
Sin embargo, ¿son ilimitadas esas libertades? ¿Qué pasa cuando las libertades fundamentales chocan entre sí? ¿O cuando está en juego la defensa de la democracia? Por ejemplo, se muestra al xenófobo partido belga Vlaams Belang, dando cuenta de sus postulados discriminatorios o violentos, y se pregunta a los espectadores si este partido debe tener espacio en el sistema democrático. Los visitantes pueden votar y expresar su parecer en un debate que contrapone la libertad de expresión, el pluralismo democrático y los límites en el ejercicio de esos derechos.
¿Hasta dónde podemos ser tolerantes con quienes niegan los derechos y libertades humanas? Ésa es la pregunta que se formula una y otra vez, de diferentes maneras y con distintos ejemplos, en la casa de Ana Frank.
Esa misma pregunta es la que ha desatado en nuestra sociedad el presidente de RN, Carlos Larraín. En un sistema democrático es necesario tolerar que existan diferentes interpretaciones del pasado y que se expresen esas opiniones. Sin embargo, que el presidente de un partido político califique las violaciones de los derechos humanos, ya sea en la persona de la Presidenta de la República o del más anónimo ciudadano, como "vicisitudes personales", es algo diferente. Que se trate de legitimar esas situaciones argumentando que se trataba de personas mayores de edad y que manifestaban opciones políticas no hace más que agravar sus responsabilidades. Banalizar el mal significa, no sentirlo, ni siquiera sentir que son atrocidades.
Es posible recordar las reflexiones de Hannah Arendt, que abordó la experiencia universal de quienes han vivido la violación de sus derechos: "El mal radical es lo que no habría debido suceder, es decir, aquello con lo que no podemos reconciliarnos, lo que bajo ninguna circunstancia puede aceptarse como misión; y es aquello ante lo cual no podemos pasar de largo en silencio". Un juicio que cobra hoy un sentido pleno y actual, porque revela la gravedad de las palabras de Larraín. El presidente de un partido con pretensiones serias de gobernar no puede ser incapaz de experimentar responsabilidad o compasión ante la historia. Frente a ese tipo de palabras no podemos pasar de largo en silencio.
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Lejos de ser un sitio para el acopio de objetos o recuerdos del pasado, es un espacio que desafía a vincular la vida de esta adolescente y su familia a múltiples experiencias de violaciones de derechos en el mundo, algunas ya acaecidas, otras en curso, partiendo por las propias experiencias que el espectador trae consigo.
Los laberintos del edificio se muestran de un modo extremadamente sobrio. Lejos del efectismo o la sensiblería, los objetos, pocos, dispersos, dispuestos de modo sencillo pero directo, dan cuenta ante todo de la ausencia de los antiguos moradores en esas habitaciones. Al finalizar el itinerario, el museo invita a ingresar en una sala audiovisual en la cual se nos enfrenta a una situación inesperada: en la exposición, llamada Free2choose, se pasa revista a una serie de ejemplos de actualidad, procedentes de todo el mundo, de libertades que chocan con la defensa del sistema democrático. La exposición explora los límites de la libertad en nuestros días. En toda sociedad democrática, los ciudadanos poseen una serie de libertades fundamentales, como la libertad de expresión, la libertad de culto y el derecho a la intimidad.
Sin embargo, ¿son ilimitadas esas libertades? ¿Qué pasa cuando las libertades fundamentales chocan entre sí? ¿O cuando está en juego la defensa de la democracia? Por ejemplo, se muestra al xenófobo partido belga Vlaams Belang, dando cuenta de sus postulados discriminatorios o violentos, y se pregunta a los espectadores si este partido debe tener espacio en el sistema democrático. Los visitantes pueden votar y expresar su parecer en un debate que contrapone la libertad de expresión, el pluralismo democrático y los límites en el ejercicio de esos derechos.
¿Hasta dónde podemos ser tolerantes con quienes niegan los derechos y libertades humanas? Ésa es la pregunta que se formula una y otra vez, de diferentes maneras y con distintos ejemplos, en la casa de Ana Frank.
Esa misma pregunta es la que ha desatado en nuestra sociedad el presidente de RN, Carlos Larraín. En un sistema democrático es necesario tolerar que existan diferentes interpretaciones del pasado y que se expresen esas opiniones. Sin embargo, que el presidente de un partido político califique las violaciones de los derechos humanos, ya sea en la persona de la Presidenta de la República o del más anónimo ciudadano, como "vicisitudes personales", es algo diferente. Que se trate de legitimar esas situaciones argumentando que se trataba de personas mayores de edad y que manifestaban opciones políticas no hace más que agravar sus responsabilidades. Banalizar el mal significa, no sentirlo, ni siquiera sentir que son atrocidades.
Es posible recordar las reflexiones de Hannah Arendt, que abordó la experiencia universal de quienes han vivido la violación de sus derechos: "El mal radical es lo que no habría debido suceder, es decir, aquello con lo que no podemos reconciliarnos, lo que bajo ninguna circunstancia puede aceptarse como misión; y es aquello ante lo cual no podemos pasar de largo en silencio". Un juicio que cobra hoy un sentido pleno y actual, porque revela la gravedad de las palabras de Larraín. El presidente de un partido con pretensiones serias de gobernar no puede ser incapaz de experimentar responsabilidad o compasión ante la historia. Frente a ese tipo de palabras no podemos pasar de largo en silencio.
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