Malos políticos, buenos periodistas . Carlos Peña
¿En qué consiste un buen parlamentario y qué caracteriza a uno malo? ¿Cuáles son los deberes de la prensa frente a la política?
Esas preguntas vuelven a tener sentido luego que Informe Especial de TVN mostrara cómo algunos diputados hacían trampas a la hora de cumplir horarios, votar, usar el dinero que se les entregaba y participar de los debates. Por momentos, el programa dio la razón a Pascal: la política cotidiana no era muy distinta a un "hospital de locos", sólo que en este caso se les remuneraba (y bien).
¿Había algo genuinamente malo en la conducta que mostró ese programa?Hay quienes piensan -un ejemplo de eso fue una opinión sin firma que apareció en este mismo diario- que el programa no mostró nada de veras grave. Exceptuado el uso de las asignaciones y la práctica de votar por encargo, el resto -opina ese articulista tímido y fantasmal- sería apenas muestra de una conducta liviana y desprolija, pequeñas tropelías que parecen graves porque conectan con los prejuicios ciudadanos.
Es verdad que los deberes cuyo incumplimiento mostró el programa de TVN (cumplir horarios, apretar el botón del voto y cosas así) son meramente instrumentales y no equivalen a los deberes finales que pesan sobre los parlamentarios (que son los de representar los intereses y puntos de vista del electorado). Eso es cierto. Pero de ahí no se sigue que incumplir los primeros no sea gravísimo. ¿Qué diríamos del profesor impuntual y descuidado? ¿Del sacerdote pícaro? ¿Del periodista que estropea sus compromisos? Nadie diría (con el argumento de que su deber final es otro: el del profesor, enseñar; el del cura, guiar en la fe; el del periodista, informar) que ellos tienen una conducta liviana o desprolija.
Simplemente, diríamos que son malos profesores, malos curas y peores periodistas.
Y es que, como enseña Aristóteles, los deberes grandes nunca se cumplen bien si primero no se satisfacen los pequeños.
Enseñamos a nuestros hijos que cumplan mínimos deberes de urbanidad (como no tirar los papeles a la calle) porque sabemos que esos deberes están a la base de otros más importantes para la vida cívica (como ir a votar, por ejemplo, aunque con ello se sacrifique un día libre). Y enseñamos a los niños que saluden no porque el saludo tenga un valor en sí mismo. Es porque sabemos que la cortesía es la base de otras virtudes más profundas, como la del respeto.
Así, entonces, no se trata de conductas simplemente livianas o desprolijas. Se trata de conductas que no están a la altura de los deberes del cargo. El político que desvía asignaciones públicas, llega tarde, se deja suplantar en las votaciones, saca la vuelta y se distrae en internet es, con prescindencia de cualquier otra consideración, un mal político.
Y eso que todavía nadie (ni siquiera Informe Especial) ha indagado en los conflictos de interés o en los patrimonios repentinamente hinchados.
¿Y el programa de televisión que mostró todo eso? ¿Hizo bien o hizo mal?
Por supuesto que, con todas sus limitaciones, hizo bien. Estuvo a la altura de las expectativas que la ciudadanía ha puesto en los medios.
En las sociedades tradicionales (y en las dictaduras, que en esto se les parecen) el poder se exhibe a fin de mostrar su vigor, su majestuosidad y su aura. Allí la prensa se esmera en amplificar el mensaje de los políticos y en convencer a los ciudadanos de que la verdad está de su lado.
Es cosa de mirar lo que ocurre en Cuba. Y lo que pasaba antes en Chile.
En las sociedades modernas (y en las democracias que se confunden con ellas), el poder, en cambio, se hace visible para mostrar también su cotidianidad y su miseria. Aquí los medios son los ojos y los oídos de los ciudadanos. Y por eso los funcionarios son más frágiles ante los medios que ante las urnas.
Los ejemplos sobran.
Es el caso de los parlamentarios ingleses sorprendidos abusando de los gastos oficiales; de Berlusconi exhibido en sus fiestas; de los parlamentarios brasileños descubiertos, recién ayer, pagando vacaciones de familiares con dineros públicos; de los políticos japoneses obligados a dimitir (uno de ellos incluso se suicidó) cuando fueron pillados en falta.
En Chile estamos lejos de eso. Pero -ya sabemos- se es proclive a incumplir los deberes importantes cuando los pequeños se principian a dejar de lado.
Es verdad que los medios a veces hacen esas investigaciones no movidos por convicciones morales acerca de su propia tarea, sino acicateados por la competencia y para ganarse el favor de las audiencias, y es cierto que todo ello los lleva a veces a mirar el reverso de las cosas y a cargar las tintas en los aspectos menos amables de la función pública.
Todo eso es cierto. No cabe ninguna duda.
Pero en eso consiste, en las condiciones contemporáneas, el buen periodismo. En ser fieles no al poder estatal o privado, sino a las audiencias, a esas mismas que esperan en sus casas, día a día, tomarse una pequeña venganza de quienes a la hora de solicitarles el voto les ofrecían el oro y el moro, pero que, más tarde, y cuando se les pide cuentas, se quejan como si se les ofendiera.
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Esas preguntas vuelven a tener sentido luego que Informe Especial de TVN mostrara cómo algunos diputados hacían trampas a la hora de cumplir horarios, votar, usar el dinero que se les entregaba y participar de los debates. Por momentos, el programa dio la razón a Pascal: la política cotidiana no era muy distinta a un "hospital de locos", sólo que en este caso se les remuneraba (y bien).
¿Había algo genuinamente malo en la conducta que mostró ese programa?Hay quienes piensan -un ejemplo de eso fue una opinión sin firma que apareció en este mismo diario- que el programa no mostró nada de veras grave. Exceptuado el uso de las asignaciones y la práctica de votar por encargo, el resto -opina ese articulista tímido y fantasmal- sería apenas muestra de una conducta liviana y desprolija, pequeñas tropelías que parecen graves porque conectan con los prejuicios ciudadanos.
Es verdad que los deberes cuyo incumplimiento mostró el programa de TVN (cumplir horarios, apretar el botón del voto y cosas así) son meramente instrumentales y no equivalen a los deberes finales que pesan sobre los parlamentarios (que son los de representar los intereses y puntos de vista del electorado). Eso es cierto. Pero de ahí no se sigue que incumplir los primeros no sea gravísimo. ¿Qué diríamos del profesor impuntual y descuidado? ¿Del sacerdote pícaro? ¿Del periodista que estropea sus compromisos? Nadie diría (con el argumento de que su deber final es otro: el del profesor, enseñar; el del cura, guiar en la fe; el del periodista, informar) que ellos tienen una conducta liviana o desprolija.
Simplemente, diríamos que son malos profesores, malos curas y peores periodistas.
Y es que, como enseña Aristóteles, los deberes grandes nunca se cumplen bien si primero no se satisfacen los pequeños.
Enseñamos a nuestros hijos que cumplan mínimos deberes de urbanidad (como no tirar los papeles a la calle) porque sabemos que esos deberes están a la base de otros más importantes para la vida cívica (como ir a votar, por ejemplo, aunque con ello se sacrifique un día libre). Y enseñamos a los niños que saluden no porque el saludo tenga un valor en sí mismo. Es porque sabemos que la cortesía es la base de otras virtudes más profundas, como la del respeto.
Así, entonces, no se trata de conductas simplemente livianas o desprolijas. Se trata de conductas que no están a la altura de los deberes del cargo. El político que desvía asignaciones públicas, llega tarde, se deja suplantar en las votaciones, saca la vuelta y se distrae en internet es, con prescindencia de cualquier otra consideración, un mal político.
Y eso que todavía nadie (ni siquiera Informe Especial) ha indagado en los conflictos de interés o en los patrimonios repentinamente hinchados.
¿Y el programa de televisión que mostró todo eso? ¿Hizo bien o hizo mal?
Por supuesto que, con todas sus limitaciones, hizo bien. Estuvo a la altura de las expectativas que la ciudadanía ha puesto en los medios.
En las sociedades tradicionales (y en las dictaduras, que en esto se les parecen) el poder se exhibe a fin de mostrar su vigor, su majestuosidad y su aura. Allí la prensa se esmera en amplificar el mensaje de los políticos y en convencer a los ciudadanos de que la verdad está de su lado.
Es cosa de mirar lo que ocurre en Cuba. Y lo que pasaba antes en Chile.
En las sociedades modernas (y en las democracias que se confunden con ellas), el poder, en cambio, se hace visible para mostrar también su cotidianidad y su miseria. Aquí los medios son los ojos y los oídos de los ciudadanos. Y por eso los funcionarios son más frágiles ante los medios que ante las urnas.
Los ejemplos sobran.
Es el caso de los parlamentarios ingleses sorprendidos abusando de los gastos oficiales; de Berlusconi exhibido en sus fiestas; de los parlamentarios brasileños descubiertos, recién ayer, pagando vacaciones de familiares con dineros públicos; de los políticos japoneses obligados a dimitir (uno de ellos incluso se suicidó) cuando fueron pillados en falta.
En Chile estamos lejos de eso. Pero -ya sabemos- se es proclive a incumplir los deberes importantes cuando los pequeños se principian a dejar de lado.
Es verdad que los medios a veces hacen esas investigaciones no movidos por convicciones morales acerca de su propia tarea, sino acicateados por la competencia y para ganarse el favor de las audiencias, y es cierto que todo ello los lleva a veces a mirar el reverso de las cosas y a cargar las tintas en los aspectos menos amables de la función pública.
Todo eso es cierto. No cabe ninguna duda.
Pero en eso consiste, en las condiciones contemporáneas, el buen periodismo. En ser fieles no al poder estatal o privado, sino a las audiencias, a esas mismas que esperan en sus casas, día a día, tomarse una pequeña venganza de quienes a la hora de solicitarles el voto les ofrecían el oro y el moro, pero que, más tarde, y cuando se les pide cuentas, se quejan como si se les ofendiera.
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