Yo maté a Víctor Jara .Cristián Warnken
No fue el conscripto José Paredes Márquez el que mató a Víctor Jara. No. Lo maté yo y lo mataste tú, lector, porque preferiste no oír sus desgarradores gritos en el Estadio Chile, que segaron su voz cantora para siempre.
Oscar Wilde, en "La balada de la cárcel de Reading", dice que no sólo el condenado a muerte por un crimen es un asesino, "porque cada uno de nosotros mata lo que ama y, sin embargo, no todos han de morir por ello". Matamos todos los que, en el silencio cómplice, ahogamos cualquier rebeldía de nuestra conciencia ante el crimen, sobre todo si éste lo comete alguien de nuestro propio bando. A Víctor Jara lo mató el suboficial de turno, que obedecía al general de turno que dependía del comandante de turno. Siempre hay y habrá alguien de turno -muchas veces por azar- para encarnar el atávico impulso asesino que espera agazapado al fondo del alma humana para filtrarse por cualquier grieta de la historia. A veces la víctima propiciatoria resulta ser de izquierda, otras veces ha sido de derecha, para el caso da lo mismo. ¿Cómo alguien pudo matar de la manera que lo mataron al hombre cuyas manos sacaron milagrosamente poesía de una guitarra panfletaria, pero dulce y profunda a la vez?
Fue una orden "de arriba" -dicen-. ¿Cómo pudo pensar alguien de "arriba" que acribillando a un trovador iba a volver a reinar el orden en un país que se encaminaba al "caos"? Sí, el país se encaminaba al caos, y no todos los militantes y dirigentes de izquierda eran santas palomas. Había idealistas fanáticos, alimentados de odio y resentimiento, dispuestos a destruir al enemigo si era necesario, igual que en el otro bando.
Pero Víctor Jara fue un ruiseñor urbano que supo sacar música de la periferia, y escribir uno de los más bellos poemas de amor de nuestro idioma: "Te recuerdo, Amanda,/ la calle mojada,/ corriendo a la fábrica/ donde trabajaba Manuel./ La sonrisa ancha,/ la lluvia en el pelo/ no importaba nada/ ibas a encontrarte con él /...con él, con él.../ Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos...". ¿Quién puede ordenar matar a alguien que es capaz de crear una canción de amor así? Así mataron los jacobinos al gran poeta André Chénier en la Revolución Francesa. Así mataron a García Lorca los torvos franquistas.
En el absurdo torbellino de las revoluciones y los golpes de Estado, el odio adquiere unos poderes y unos estatutos tales que, bajo las guillotinas y las bayonetas, caen muchas veces los mejores.
El conscripto Paredes no mató a Víctor Jara: se mató a sí mismo, víctima de una historia -la del Chile de los 70- en la que se conjugaron errores y odios de izquierda y derecha. Porque tan causantes de la tragedia que vivimos fueron los mandos militares de entonces y una derecha que practicó un silencio cómplice ante los excesos, como también una izquierda vociferante y muchas veces irresponsable, sobreexcedida en sus incendiarios discursos.
Por eso, que nadie se sienta feliz porque el conscripto Paredes va a ser sometido a proceso por el vil asesinato de Víctor Jara. Que nadie se lave las manos tan fácilmente. Que la oficialidad de turno de entonces salga a dar la cara por ese conscripto que tenía 18 años en 1973. Que muestre más valentía que la que sus jefes y líderes han demostrado hasta ahora para asumir ante el país la responsabilidad por crímenes innecesarios y abyectos como éste. Y que la izquierda -con grandeza, como la demostrada por la viuda de Jara en estos días-deje de hacerse la víctima eterna y no manipule para fines mezquinos la memoria de Víctor Jara, como el de seguir alimentando un odio sin fin.
Yo, tú, todos matamos a Víctor Jara, y por eso, y para que la historia no se repita, cantemos con él ahora: "Si tuviera una campana,/ tocaría en la mañana,/ tocaría en la noche,/ por todo el país:/ ¡alerta!, el peligro/ debemos unirnos/ para defender la paz...".
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Oscar Wilde, en "La balada de la cárcel de Reading", dice que no sólo el condenado a muerte por un crimen es un asesino, "porque cada uno de nosotros mata lo que ama y, sin embargo, no todos han de morir por ello". Matamos todos los que, en el silencio cómplice, ahogamos cualquier rebeldía de nuestra conciencia ante el crimen, sobre todo si éste lo comete alguien de nuestro propio bando. A Víctor Jara lo mató el suboficial de turno, que obedecía al general de turno que dependía del comandante de turno. Siempre hay y habrá alguien de turno -muchas veces por azar- para encarnar el atávico impulso asesino que espera agazapado al fondo del alma humana para filtrarse por cualquier grieta de la historia. A veces la víctima propiciatoria resulta ser de izquierda, otras veces ha sido de derecha, para el caso da lo mismo. ¿Cómo alguien pudo matar de la manera que lo mataron al hombre cuyas manos sacaron milagrosamente poesía de una guitarra panfletaria, pero dulce y profunda a la vez?
Fue una orden "de arriba" -dicen-. ¿Cómo pudo pensar alguien de "arriba" que acribillando a un trovador iba a volver a reinar el orden en un país que se encaminaba al "caos"? Sí, el país se encaminaba al caos, y no todos los militantes y dirigentes de izquierda eran santas palomas. Había idealistas fanáticos, alimentados de odio y resentimiento, dispuestos a destruir al enemigo si era necesario, igual que en el otro bando.
Pero Víctor Jara fue un ruiseñor urbano que supo sacar música de la periferia, y escribir uno de los más bellos poemas de amor de nuestro idioma: "Te recuerdo, Amanda,/ la calle mojada,/ corriendo a la fábrica/ donde trabajaba Manuel./ La sonrisa ancha,/ la lluvia en el pelo/ no importaba nada/ ibas a encontrarte con él /...con él, con él.../ Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos...". ¿Quién puede ordenar matar a alguien que es capaz de crear una canción de amor así? Así mataron los jacobinos al gran poeta André Chénier en la Revolución Francesa. Así mataron a García Lorca los torvos franquistas.
En el absurdo torbellino de las revoluciones y los golpes de Estado, el odio adquiere unos poderes y unos estatutos tales que, bajo las guillotinas y las bayonetas, caen muchas veces los mejores.
El conscripto Paredes no mató a Víctor Jara: se mató a sí mismo, víctima de una historia -la del Chile de los 70- en la que se conjugaron errores y odios de izquierda y derecha. Porque tan causantes de la tragedia que vivimos fueron los mandos militares de entonces y una derecha que practicó un silencio cómplice ante los excesos, como también una izquierda vociferante y muchas veces irresponsable, sobreexcedida en sus incendiarios discursos.
Por eso, que nadie se sienta feliz porque el conscripto Paredes va a ser sometido a proceso por el vil asesinato de Víctor Jara. Que nadie se lave las manos tan fácilmente. Que la oficialidad de turno de entonces salga a dar la cara por ese conscripto que tenía 18 años en 1973. Que muestre más valentía que la que sus jefes y líderes han demostrado hasta ahora para asumir ante el país la responsabilidad por crímenes innecesarios y abyectos como éste. Y que la izquierda -con grandeza, como la demostrada por la viuda de Jara en estos días-deje de hacerse la víctima eterna y no manipule para fines mezquinos la memoria de Víctor Jara, como el de seguir alimentando un odio sin fin.
Yo, tú, todos matamos a Víctor Jara, y por eso, y para que la historia no se repita, cantemos con él ahora: "Si tuviera una campana,/ tocaría en la mañana,/ tocaría en la noche,/ por todo el país:/ ¡alerta!, el peligro/ debemos unirnos/ para defender la paz...".
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