¿Eludiendo el destino? Roberto Ampuero
¿Está ya escrito en algún sitio el instante de nuestra muerte individual, o es un mero accidente, algo que nos alcanza por azar, rubricando nuestra insignificancia en el universo? No lo pregunto por afán filosófico, sino práctico, aunque la pregunta adquiere, lo admito, connotación dramática. En mi juventud me embarqué en aventuras que hoy, casado y con hijos, no me atrevería a emprender. Era la época en que hasta las peores turbulencias en avión me estimulaban, en que la posibilidad de un accidente no me hacía sudar en la butaca y la muerte era bienvenida.
Hace tiempo escuché decir a un matrimonio que ellos no abordaban el mismo avión si iban sin los hijos. No querían dejarlos huérfanos de golpe. Nos miramos con mi mujer, pensamos en nuestros niños y coincidimos en que debíamos imitar la precaución. Desde 1990 no me subo con mi mujer al mismo avión si viajamos sin nuestros hijos, aún dependientes de nosotros. El verano pasado descubrimos con agobio en Madrid que, por un error, íbamos en la misma nave a Londres. Fue un vuelo difícil, en el que sufrí, me dije, por supersticioso. Exactamente una semana después, el mismo tipo de avión, de la misma compañía europea y despegando a la misma hora del mismo Barajas, se desplomó, ardió y explotó matando a 153 pasajeros. No pude dejar de ver esa tragedia también como advertencia.
Volar separados nos contagia de una sensación de responsabilidad. En el fondo, la sensación se nutre del supuesto de que uno puede esquivar la muerte, evitar su emboscada en un recodo del camino, engañar al destino. Sin embargo, como suelo esperar a mi mujer en los aeropuertos, viajamos después juntos por la carretera, un mundo mucho más riesgoso que el aéreo, porque muere más gente en automóviles que en aviones. Además, ¿por qué ha de ser improbable la muerte en las calles o restaurantes de algunas ciudades que visito, donde el crimen es cosa frecuente?
Un amigo palestino-americano afirma que soy un iluso, pues nuestra muerte está escrita y no hay forma de burlarla. Llega cuando corresponde, ni un segundo antes, ni uno después. Como evidencia, recuerda que hace poco cayó un avión sobre la casa de un pueblo estadounidense, matando al inquilino que leía recostado en su cama. Y eso que Pascal suponía que todos nuestros problemas se deben a que dejamos nuestras cuatro paredes. Jorge Luis Borges sugería "entrar en la muerte como quien entra en una fiesta", algo que expresan la música y los aplausos que acompañan a los artistas al cementerio.
Cada vez que planeo un viaje con mi mujer, pero sin los hijos, me hago la pregunta: ¿tomamos o no el mismo avión? Y me interrogo por qué me siento más seguro en el punto de llegada. Hace unos días hubo una matanza en un centro de inmigrantes de una apacible ciudad del estado de Nueva York. Allí, decenas de personas de países en guerra o estados fallidos se preparaban para el examen que las convertiría en norteamericanas. Fue entonces que alguien, también venido de lejos, las acribilló. ¿Estaba eso ya esculpido en sus vidas, y la muerte cruzó continentes sólo para cobrar lo adeudado? Un personaje de Borges dice que no hay un destino mejor que otro y que "cada hombre debe acatar el que lleva adentro". Enrique Lihn planteaba: "¿No sería deseable recibir una comunicación del más allá con la hora y el día exacto de nuestra muerte, eso, y un revólver invisible?". Ya es hora de reservar pasajes de nuevo, me digo ante mi ordenador. "El viaje mismo es un absurdo", afirma un verso del poeta Gonzalo Rojas que he pegado junto a la pantalla.
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