Jovino Novoa y el Senado . Carlos Peña
No es razonable que acceda al segundo o tercer lugar de la República, y reciba honores y aplausos de moros y de cristianos, quien nunca ha dado explicaciones públicas acerca de su participación en un régimen que, mientras él era Subsecretario, violaba gravemente los derechos humanos.
La noticia de que Jovino Novoa será el próximo Presidente del Senado -la votación todavía no se produce; pero ya sabemos el resultado- es de las cosas más sorprendentes de la política chilena. La derecha -la misma que tiene altas probabilidades de ganar la próxima elección presidencial- decide que la tercera autoridad de la República sea alguien cuya identidad política y pública se encuentra indisolublemente atada a la dictadura.
Se trata de algo tan sorprendente e inexplicable como si -guardando las distancias, el talento y la edad- Manuel Fraga apareciera, de pronto, como el tercer hombre del estado español. Es decir, como si la derecha española empeñada en modernizarse y ganar la confianza de la ciudadanía, hubiera recurrido a las figuras del franquismo.
Nada menos.
¿Cómo explicar esto?
Las razones que se han esgrimido para esa designación son politicamente pueriles.
Es una manera -se ha dicho- de reivindicar su figura por el maltrato y el sufrimiento que padeció por las acusaciones de Gemita Bueno. Es verdad que se le maltrató a él y a su familia y que todo eso resultó falso y no cabe duda que fue víctima de una injusticia; pero ¿desde cuándo la intensidad del maltrato que cada uno padece es la medida de la virtud política? Si fuera así los virtuosos sobrarían.
El asunto es aún más incomprensible si se tiene en cuenta que hay, además, un poderoso motivo para excluir a Jovino Novoa de tan alto cargo: él fue (entre los años 1979 y 1982, nada menos) subsecretario de una dictadura que en ese mismo período violó persistente y gravemente los derechos humanos y respecto de esa parte de la historia suya, y de todos, él no ha hecho otra cosa que guardar público silencio.
Por supuesto no se trata de condenar sin más al Senador ni a ningún otro por participar de la dictadura (algún partido podría quedar despoblado); pero lo que no resulta razonable es que alguien pueda acceder al segundo o tercer lugar de la República, y recibir honores y aplausos de moros y de cristianos, sin nunca dar explicaciones acerca de esa participación suya y sin nunca condenar con claridad los hechos de los que, por acción u omisión, ingenuidad o negligencia, torpeza o mala suerte, quién sabe, fue parte.
Y es que los estándares de la vida pública en nuestro país están a la baja. Parece que estos años hemos perdido toda alerta moral y, en vez de eso, hemos narcotizado la capacidad de exigir de nuestros hombres públicos explicaciones por su historia y por su conducta. Basta que usted no esté condenado por sentencia ejecutoriada, para que todos presuman, y usted reclame se le considere, como alguien impoluto que no debe explicar nada a nadie.
Hemos olvidado así que la principal diferencia entre la vida privada y la pública, es que en la primera usted le da explicaciones a quien quiere, y en la segunda está obligado a darlas a todos; que en la primera el pasado puebla sus sueños o sus pesadillas y en la segunda debe estar en el foro y en los medios.
Eso es lo que explica que por mucho menos en cualquier otro país las cosas no serían nada de fáciles para el Senador o cualquiera otro en su lugar.
Willy Brandt dimitió cuando se supo que su secretaria había sido, a sus espaldas, espía de la hoy difunta Alemania Oriental; Kurt Waldheim fue declarado persona no grata en muchos países cuando se supo que había servido en una división paramilitar de los nazis y se negó a admitir que sabía de los crímenes en Salónica; y todo eso sin imaginar siquiera lo que ocurriría en Estados Unidos donde ya no los actos, sino las simples opiniones hostiles a la democracia son derogatorias de cualquier futuro político y de cualquier carrera estatal.
Alguien dirá que la Presidencia del Senado por parte de Jovino Novoa es muestra de cuánto nos hemos reconciliado y de cuán capaces somos de convivir con nuestro pasado.
Pero se trata de un error. La reconciliación no consiste en hacernos mutuamente los lesos; relacionarnos unos con otros como si no tuviéramos historia; y permitir, por flojera, temores alimenticios, miedo o desidia, que quien participó como alto funcionario de una dictadura pueda acceder ¡al tercer lugar del Estado! sin pronunciar una palabra de duda o de condena de los hechos en los que, con la ignorancia del alto burócrata, la negligencia de quien no quiere saber, o la adhesión del militante, participó.
No se trata de hacer de la ética de la convicción o de la moral a ultranza la regla final de la política (si sólo exigiéramos virtud, serían pocos los que podrían dedicarse a ella); pero tampoco se trata de convertir a nuestra vida cívica en un páramo donde se pueda hacer una y otra vez, a vista y paciencia de todos, como si la historia de cada uno, lo que hizo y lo que dejó de hacer, lo que supo y lo que no quizo saber, lo que habló y lo que todavía calla, sea un detalle que en medio de los ritos de la República pudiéramos simplemente olvidar.
[+/-] Seguir Leyendo...
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home