martes, enero 27, 2009

El deber de votar Carlos Peña


El problema que se discutió esta semana —si el voto ha de ser voluntario o en cambio obligatorio— es indisoluble de lo que entendamos por democracia. Usted arriba a conclusiones distintas según cómo conciba a la democracia.
En general hay dos versiones —o conceptos— de democracia.En una de esas versiones —podemos llamarla agregativa— la democracia es un mecanismo para sumar las preferencias de los ciudadano número será entonces la decisión de todos.
Desde ese punto de vista no hay razones poderosas para obligarle a usted a que, cada cierto tiempo, formule una opinión o emita un voto. Su silencio equivale a indiferencia. Y la indiferencia no tiene nada de malo. Después de todo —podría continuar este argumento— con su apatía usted no daña a nadie, salvo a sí mismo.Pero hay otra forma de concebir la democracia.
Y en este caso las conclusiones respecto del voto son distintas.En esta versión —la democracia como compañerismo— la democracia no es un simple mecanismo para sumar lo que cada uno prefiere. También es un mecanismo que nos ayuda a saber qué debemos preferir. La razón es obvia: nadie viene al mundo provisto de preferencias. Cada uno las forja en diálogo con los demás y en contacto con otros. Incluso algunos pueden corregir sus preferencias iniciales después de oír a los demás. Según este punto de vista, el sentido de la democracia no es sumar preferencias, sino construir una voluntad común mediante el diálogo y la participación de todos.
En este caso hay razones fuertes para obligarle a usted a emitir su opinión mediante el voto. Si usted disfruta de vivir en una comunidad que se autogobierna (no es poco), lo menos que puede hacer es contribuir a la formación de la voluntad común. Los demás necesitan de su opinión para sentirse iguales y disminuir las posibilidades de errar. Su silencio les daña.
¿Cuál de esas dos concepciones es la correcta? ¿La concepción de la democracia como simple agregación o suma de preferencias? ¿La concepción de la democracia como diálogo?
De un tiempo a esta parte, y por razones casi misteriosas, se ha hecho popular la primera versión de la democracia. Así como el mercado agrega preferencias (hasta erigir una curva de demanda que guiará la producción de los oferentes), así también, se dice, ocurre con el voto. Los candidatos y sus programas son bienes que se ofrecen a las personas. Cada uno decide qué programa prefiere. Las preferencias agregadas dicen quién llevará a cabo qué programa.
Así las cosas no tiene nada de malo que cada uno decida si manifiesta su preferencia o no.Pero la democracia —con perdón del public choice— no es un remedo defectuoso del mercado. El acto de votar no es un acto de consumo. Y los ciudadanos son distintos a los consumidores.
La práctica del diálogo y de la participación (que están a la base de la democracia) proveen bienes que de otra manera no tendríamos: el trato igual, la admisión de todos los puntos de vista, el reconocimiento del otro, la información lo más completa posible. Nada de eso se alcanza con simples mecanismos que agregan preferencias.
En cambio, todos esos bienes se logran con la mayor participación de todos. Y cuando usted no participa esos bienes resultan dañados.Así entonces hay buenas razones —derivadas de la democracia— para imponer el deber de votar. Ese deber deriva de la condición de ciudadano que cada uno de nosotros posee.
Esa obligación de participar —cuyo acto más obvio es el voto— no lesiona ni disminuye la libertad. La libertad no es la condición natural del género humano. Ella se sostiene en una comunidad política participativa. Somos libres porque participamos.
Por eso decir que el voto obligatorio estropea la libertad es tan tonto como si una paloma —el ejemplo es de Kant— se quejara de que el aire le impide volar.

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