jueves, agosto 21, 2008

Cuatro años, sin reelección

EDGARDO BOENINGER
IGNACIO WALKER
La Constitución de 1980 contemplaba, inicialmente, un período presidencial de ocho años. Excepcionalmente, y por las características de una etapa de transición, se acordó un período de cuatro años para el gobierno de Aylwin. Luego, se estableció un período de seis años para los gobiernos de Frei y Lagos. Una nueva reforma redujo a cuatro años el gobierno de Bachelet y las sucesivas administraciones. Hace algunos días, la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia de la Cámara de Diputados, por tres votos contra dos -en este último caso, de los diputados Jorge Burgos y Edmundo Eluchans-, acordó un nuevo período presidencial, de cinco años.
¿No será mucho?
El solo relato de la trayectoria y sucesivas modificaciones del período presidencial nos habla de una eterna improvisación legislativa que no le hace bien al sistema político. No es bueno legislar sobre la marcha, cambiando las reglas del juego a cada rato.
En estas líneas queremos argumentar a favor de la mantención de un período constitucional de cuatro años, sin reelección. Por cierto que el tema es opinable. Generalmente, los sistemas políticos contemplan períodos presidenciales de cuatro, cinco o seis años, con o sin reelección. Hay buenos y variados ejemplos de democracia, en uno y otro sentido.
Lo que está claro es que un criterio que suele favorecer la estabilidad política y democrática es el de la simultaneidad de las elecciones presidenciales y parlamentarias. Éste es un criterio que tiende a imponerse en las democracias contemporáneas, incluidas las de América Latina. Se trata de simplificar y racionalizar los procesos electorales, evitando la proliferación de elecciones y los costos que ello conlleva en todo sentido.
Obviamente que un período presidencial de cinco años pone fin a la simultaneidad de elecciones, a menos que se quieran establecer períodos de cinco años para los diputados, lo que es impresentable, ¿y de 10 años para los senadores?, lo que resulta aún más impresentable. Debemos, pues, mantener la simultaneidad de elecciones presidenciales y parlamentarias, lo que además redunda en una debida correspondencia de las mayorías representadas en el Ejecutivo y el Legislativo.
En segundo lugar, la no reelección inmediata es un seguro contra el populismo, amenaza que se cierne en forma permanente en América Latina. En nuestra región, un Presidente que va a la reelección es un permanente candidato en campaña, distrayéndolo de las labores de Estado y de gobierno que realiza un Presidente de la República. Desde 1870 que no existe reelección inmediata en Chile, norma que reduce el riesgo de abuso de poder para asegurar la propia reelección.
En tercer lugar, en nuestros días la velocidad de los cambios es tal, que cuatro años es un período más que suficiente para hacer las modificaciones que estén incluidas en el programa de un gobierno. Ciertamente, lo fue para el Presidente Aylwin.
El tema se ha puesto en debate porque se atribuyen a lo corto del período presidencial las dificultades que ha vivido la actual administración. Si bien es cierto que los analistas coinciden en destacar el conjunto de problemas que la han afectado, ello nada tiene que ver con la duración del período presidencial.
En cuarto lugar, un lapso de cuatro años evita los gobiernos refundacionales, que aspiran a reinventar la historia a través de cambios radicales, en un corto período de tiempo. La continuidad de las políticas, más allá de los ciclos económicos y electorales de corto plazo, es un requisito de un estado moderno, especialmente en el campo de las directrices económicas y sociales. Un período presidencial de cuatro años asegura el cambio gradual e incremental, manteniendo más cerca del electorado la decisión final sobre la marcha del gobierno: si éste lo hace bien, seguramente será electo alguien de las filas de la coalición gobernante; si lo hace mal, será la oportunidad para la alternancia en el poder, pero al cabo de cuatro años, y no de cinco o de seis. En cualquiera de los dos casos se facilita la renovación de los liderazgos políticos y el tiraje de la chimenea. Un período corto implica una evaluación más frecuente por parte de la ciudadanía, norma atinada, dado el gran poder que se concentra en manos del Presidente de la República.
Por último, si un Presidente lo ha hecho tan bien que la gente lo echa de menos y lo quiere reelegir, un intervalo de cuatro años le permitirá cargar las baterías para volver a ejercer la presidencia con renovados bríos.