La crisis de la DC. Iván Navarro Abarzúa
Para nadie es un misterio que “la política”, o sea, el arte de gobernar cruza por un momento de crisis. De crisis y no de ruptura. De la crisis es siempre posible salir, superando las causas que la provocaron. De la ruptura también se sale, pero los costos son superiores y las causas que las provocan tienden a prevalecer y a generar conflictos y desencuentros recurrentes.
Las crisis políticas se generan por el debilitamiento de las ideologías, por la secularización de las doctrinas que les sirven de fundamento o por la incapacidad de los líderes para traducir las ideologías en acciones o para inspirar dichas acciones en los valores y principios que dicen profesar, a través de las doctrinas políticas que abrazan. Si analizamos el panorama político de nuestro país, que no dista mucho de lo que sucede en la mayor parte del ámbito internacional, hay mucho de todo ello: la política de alguna manera se ha privatizado y ha terminado por anteponer los proyectos personales a los proyectos de los propios partidos y los de los partidos políticos a un eventual proyecto de país. Hay una deformación de base, que consiste en privilegiar lo cercano, lo propio, lo individual y no lo común; en anteponer y en imponer las posiciones personales, el bien individual por sobre el diálogo y el bien común. Se ha ido instalando el hábito de imponer y no el de convencer, de gritar y no de hablar, de ver a los demás como enemigos y no como interlocutores.
En resumen, se podría decir que hay UNA CRISIS DE LA PALABRA. Perdimos el hábito de hablar desde nuestras convicciones y de respetar las ajenas.
Ello es grave para la sociedad, pero es aún mas grave para un partido político que, como la Democracia Cristiana, se dice un partido doctrinario, un partido que nació para encarnar los valores del Evangelio, de la Doctrina Social de la Iglesia en la acción política; un partido que surgió como un instrumento para luchar contra las deformaciones del capitalismo y para ponerse al servicio de los más débiles; un partido que por esencia quiere construir una sociedad comunitaria en donde se terminen las desigualdades y las inequidades; un partido en donde el centro nuclear de la historia es la persona humana, dotada de toda la dignidad que otorga el ser hijos de Dios y hermano de los demás hombres; un partido que debe adecuarse a las exigencias de los tiempos y a los cambios de la sociedad y la cultura, sin perder su inspiración axiológica y antropológica fundamental.
Lo que hoy vive la Democracia Cristiana es una crisis: de ella forma parte la expulsión del partido del Senador Adolfo Zaldívar, las dificultades de consecuencia política y la fuerte secularización del partido especialmente frente a las exigencias de la nueva sociedad, compleja y global en que hoy vivimos. Como partido de inspiración doctrinaria, tiene un camino para superar esta crisis, que es el diálogo y la autocrítica profunda que permita restablecer la convivencia y la fidelidad a los principios y valores que lo inspiran. Pero también tiene que haber una reeducación de los liderazgos, de manera que estos restablezcan el imperio de la palabra, el reencatamientop con las tareas esenciales de disminuir las desigualdades y vencer la pobreza, de optar por los más necesitados. Y todo ello, en el mundo real en que hoy vivimos. No en el que ya dejamos.
La Democracia Cristiana tiene la posibilidad, pero más bien la obligación, de superar esta crisis. Por el bien de Chile. Por la vigencia de los principios y valores que profesa.
Las crisis políticas se generan por el debilitamiento de las ideologías, por la secularización de las doctrinas que les sirven de fundamento o por la incapacidad de los líderes para traducir las ideologías en acciones o para inspirar dichas acciones en los valores y principios que dicen profesar, a través de las doctrinas políticas que abrazan. Si analizamos el panorama político de nuestro país, que no dista mucho de lo que sucede en la mayor parte del ámbito internacional, hay mucho de todo ello: la política de alguna manera se ha privatizado y ha terminado por anteponer los proyectos personales a los proyectos de los propios partidos y los de los partidos políticos a un eventual proyecto de país. Hay una deformación de base, que consiste en privilegiar lo cercano, lo propio, lo individual y no lo común; en anteponer y en imponer las posiciones personales, el bien individual por sobre el diálogo y el bien común. Se ha ido instalando el hábito de imponer y no el de convencer, de gritar y no de hablar, de ver a los demás como enemigos y no como interlocutores.
En resumen, se podría decir que hay UNA CRISIS DE LA PALABRA. Perdimos el hábito de hablar desde nuestras convicciones y de respetar las ajenas.
Ello es grave para la sociedad, pero es aún mas grave para un partido político que, como la Democracia Cristiana, se dice un partido doctrinario, un partido que nació para encarnar los valores del Evangelio, de la Doctrina Social de la Iglesia en la acción política; un partido que surgió como un instrumento para luchar contra las deformaciones del capitalismo y para ponerse al servicio de los más débiles; un partido que por esencia quiere construir una sociedad comunitaria en donde se terminen las desigualdades y las inequidades; un partido en donde el centro nuclear de la historia es la persona humana, dotada de toda la dignidad que otorga el ser hijos de Dios y hermano de los demás hombres; un partido que debe adecuarse a las exigencias de los tiempos y a los cambios de la sociedad y la cultura, sin perder su inspiración axiológica y antropológica fundamental.
Lo que hoy vive la Democracia Cristiana es una crisis: de ella forma parte la expulsión del partido del Senador Adolfo Zaldívar, las dificultades de consecuencia política y la fuerte secularización del partido especialmente frente a las exigencias de la nueva sociedad, compleja y global en que hoy vivimos. Como partido de inspiración doctrinaria, tiene un camino para superar esta crisis, que es el diálogo y la autocrítica profunda que permita restablecer la convivencia y la fidelidad a los principios y valores que lo inspiran. Pero también tiene que haber una reeducación de los liderazgos, de manera que estos restablezcan el imperio de la palabra, el reencatamientop con las tareas esenciales de disminuir las desigualdades y vencer la pobreza, de optar por los más necesitados. Y todo ello, en el mundo real en que hoy vivimos. No en el que ya dejamos.
La Democracia Cristiana tiene la posibilidad, pero más bien la obligación, de superar esta crisis. Por el bien de Chile. Por la vigencia de los principios y valores que profesa.
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