LAS DOS ALMAS DE LA CONCERTACIÓN.DIAGNÓSTICO, PROYECTO Y PROSPECTIVA A FINES DEL SIGLO XX. Rodolfo Fortunatti
En
el diván del psicoanalista
El
otoño de 1998 vio configurarse dos visiones políticas sobre el sentido y la
razón de ser de la Concertación. El 17 de mayo, en el cuerpo de reportajes de
El Mercurio, fue publicado el documento Renovar la Concertación, la fuerza de
nuestra ideas (1), que suscribían varios ministros del gobierno de Frei y
personeros políticos del conglomerado. Al mes siguiente, el 15 de junio, se
difundió profusament el mensaje La gente tiene razón, reflexiones sobre las
responsabilidades de la Concertación en los tiempos presentes (2), que firmaba un
importante grupo de parlamentarios, autoridades públicas y dirigentes políticos
del oficialismo.
Primaba
en esos momentos un clima de tensión e incertidumbre. La Concertación había
sufrido una significativa merma electoral en las parlamentarias de diciembre,
que había afectado principalmente al Partido Socialista. La acusación constitucional
impulsada contra el ex dictador Augusto Pinochet había sido rechazada en el
Congreso con los votos de algunos diputados oficialistas. Y, en la Democracia Cristiana,
Gabriel Valdés abandonaba la competencia interna, despejándole así el camino a
Andrés Zaldívar que se aprestaba a disputarle a Ricardo Lagos la postulación
presidencial en las primarias de 1999.
Fue
bajo estas circunstancias, premonitorias de un giro en el curso de la
transición democrática, que el debate de ideas adquirió los ribetes propios de
un gabinete de psicoanalista. En la memoria colectiva quedarán grabadas las
imágenes de una bipolaridad oficialista que oponía a autocomplacientes y autoflagelantes,
adjetivos mediáticos inventados para anular la eficacia de los argumentos y
rebajar así la calidad de la deliberación política. A trece años de aquel
episodio, los hechos pueden ser observados con mayor templanza y, desde la
posición privilegiada que otorga el curso mostrado por los acontecimientos,
medir cuán acertados o equivocados fueron aquellos análisis y predicciones.
Visto
así, no deja de llamar la atención que quienes instalaron las condiciones
dentro de las cuales se dio aquel debate, hayan optado por subrayar las causas
psicológicas, que no políticas, del malestar imperante. No debemos olvidar que
fueron los autores de Renovar la Concertación, los llamados autocomplacientes,
quienes elevaron a la categoría de causa fundamental de la crisis de
representación padecida por la actividad política, el fenómeno estructural y
emergente de una sociedad dispuesta a cambiar. Tampoco debemos olvidar que,
paradójicamente, fueron ellos quienes juzgaron los comportamientos críticos al
proceso político y económico, como expresiones de un estado de ánimo pesimista.
Y los que, a partir de tal encasillamiento, auguraron en tono de reproche los
nocivos efectos del pesimismo en la formación de la política.
Dijeron
entonces que los críticos del proceso estaban animados por sentimientos de
nostalgia, conservadurismo, falta de convicción y desaliento. Señalaron que con
su actitud sólo conseguían erosionar la confianza pública, estimular las
conductas vacilantes, confundir las prioridades de la acción política,
fragmentar la cohesión del conglomerado y, en último término, arriesgar la gran
oportunidad de alcanzar el desarrollo. Y todo ello, a contrapelo de un país que
con enormes sacrificios trabajaba para salir adelante.
En
respuesta, los aludidos no podían sino reaccionar en igual proporción y dentro
del mismo contexto, en lo que entonces se conoció como La gente tiene razón. De
entrada, el solo título del documento se constituyó en un potente epígrafe
frente a las exhortaciones hechas por sus detractores. «No maten al mensajero;
es la gente la que está descontenta», parecían decir. Luego, reconvinieron a
los defensores del modelo por su excesivo exitismo, sus errores de diagnóstico
y su escasa elaboración programática. El Manifiesto, como catalogaron a Renovar
la Concertación, queriendo demostrar con ello el pretendido talante fundacional
de sus autores, fue considerado como una simplificación de la realidad, y como
un intento de inhibir la deliberación política respecto al modo en que se
estaba conduciendo la transición. No es extraño que 3 mil de las 11 mil
palabras del documento, hayan sido empleadas en reescribir el origen y la
misión de la Concertación.
Con
todo, Renovar la Concertación le da más peso al presente —el único tiempo real,
se dice—, que al pasado y al futuro. En sus párrafos, es más fuerte la vocación
de prolongar la alianza hacia adelante que la prospección estratégica, es
decir, las condiciones de viabilidad de su proyecto político. Al revés, en La
gente tiene razón, cobra mayor gravitación el peso del pasado, unida a una
necesidad, a ratos escolástica, de nutrir el debate con principios y postulados
ideológicos. Resultan sorprendentemente lúcidos algunos pasajes prospectivos
que, aunque no siempre son acompañados por una propuesta programática ad hoc,
aún hoy siguen siendo confirmados por la realidad. Tal es el caso de haber anticipado
la aparición, durante la década recién pasada, de una sociedad con una
estructura etaria diferente, una participación creciente de las mujeres, y una población
más y mejor educada.
Diagnóstico
Es
probable que la opinión de los críticos irritara a los firmantes de Renovar la
Concertación, quienes abrigaban la convicción —en ocasiones dogmática— de que
por la vía incomprendida que propugnaban, el país se inscribiría realmente, no
en un mañana lejano, sino antes de 2008, en la lista de los países desarrollados.
Quienes así pensaban estaban convencidos, quizá estimulados por la deslumbrante
luminosidad del quinquenio de oro (¿Podemos crecer al 7 por ciento?, se
preguntaba entonces el ex ministro de Hacienda, Alejandro Foxley), de que Chile
vivía un fuerte proceso de desarrollo. Creían que el malestar de la población
respondía al impacto psicosocial provocado por una intensa modernización.
Una
transformación que despertaba nuevas y explosivas expectativas y aspiraciones,
que el modelo no era capaz de satisfacer a la misma velocidad. De ahí la
aparición de sentimientos de inseguridad laboral, de temor a la delincuencia
urbana, de desconcierto ante los cambios, de desprotección de los propios
derechos y de la dignidad humana, de preocupación por el equilibrio ecológico,
de angustia por la pérdida del sentido de comunidad, y por el debilitamiento de
la confianza en la estabilidad de las relaciones humanas.
Para
ellos, la mudanza más decisiva que había experimentado el país, causante de la
crisis de representación política y de las confusiones en el seno de la
Concertación, era precisamente esta modernización que daba origen a una
sociedad más autónoma y dinámica. Para ellos, el hecho crucial era que, más
allá del crecimiento económico y de la recuperación de la democracia, había
surgido una sociedad dispuesta a cambiar.
Lo
autores de La gente tiene razón refutaban las bondades del cambio descrito.
Consideraban que la sociedad chilena continuaba marcada por fuertes
desigualdades, privilegios y discriminaciones.
Observaban
la coexistencia de altas tasas de concentración del patrimonio y del ingreso,
junto a una sociedad civil débil y excluida del progreso.
Proyecto
¿Qué
proyecto postulaba Renovar la Concertación? Para cerrar la brecha de
expectativas, proponía exacerbar la modernización. Esto entrañaba, sostener con
firmeza el modelo y alcanzar tasas de crecimiento promedio no inferiores al 8
por ciento durante los siguientes diez años, hasta el 2008. Aseguraba que para
el Bicentenario ningún chileno o chilena permanecería en la pobreza y la
indigencia. Y llamaba la atención sobre los riesgos que acarrearía no adoptar
esta vía. Advertía que cualquier desviación del modelo rompería la continuidad
del manejo económico, y abriría las puertas al populismo, un producto, según
afirmaban, nacido de la impaciencia más que del rigor.
Sueño
fallido. No acababan de formularse estas auspiciosas proyecciones, cuando, sin
que mediara la amenaza real representada por las voces autoflagelantes, el país
entró en una severa crisis recesiva de la que tardaría años en recuperarse, sin
haber logrado nunca las esperadas tasas de crecimiento, y sin haber erradicado
la pobreza y la indigencia. Quince mil personas en situación de calle, hablan
por sí solas del grado civilizatorio que esta sociedad ha debido tolerar. Así
como hablan de la frustración social cientos de miles de jóvenes, y sus
familias endeudadas, que se movilizan para exigir mejor calidad de vida, mejor
medio ambiente, mejor educación, mejor control sobre la especulación y la
usura, y mejores condiciones de trabajo. Hoy, a trece años de aquel sueño, es
el Presidente de derecha, Sebastián Piñera, quien se encarga de ofrecer el peso
de la prueba: «La gente cree que podemos vivir como si fuéramos un país rico;
no lo somos».
Y
ahí, latentes, perviven las consecuencias de una equivocada percepción de la
realidad. Para los críticos del modelo, el principal riesgo de perseverar en el
curso seguido, era generar una globalización mal asimilada que impidiera la
gobernabilidad democrática, generara una espiral de modernización desigual, provocara
la fragmentación de la cooperación y de la solidaridad, y derivara en el
populismo.
¿Quiénes
eran los principales protagonistas de este proyecto? Para los defensores del
modelo, los actores fundamentales de la estrategia de desarrollo no eran los
trabajadores, sino los llamados nuevos emprendedores. A ellos había que
abrirles oportunidades de inserción en el libre comercio internacional. A ellos
había que liberar de las restricciones impuestas por un Estado burocrático que cobraba
y gastaba sin medida. Es evidente que en esta estrategia de desarrollo se irán
incubando las causas del persistente debilitamiento del sindicalismo y de los
pequeños y medianos productores.
El
rol asignado al Estado era el de un agente activo, pero limitado. De hecho,
sugerían superar la lucha entre privatistas y estatistas mediante una tercera
vía consistente en privatizar ámbitos de gestión tradicionalmente reservados a
la administración, mientras los firmantes de La gente tiene razón veían un
peligro inminente en la expansión de los grupos económicos. Acaso sin intuir el
inmenso poder que llegarían a concentrar la banca, el retail, las isapres y
AFPs, los defensores del modelo promovían la privatización de activos públicos
a condición de impedir la formación de poderes monopólicos, y de asegurar la
competencia mediante regulaciones adecuadas. Confiaban que de este modo sería
posible extender y mejorar los servicios, reducir costos para el consumidor,
generar mayor empleo y, vía tributación, transformarse en importante fuente de
recursos para el Estado.
En
su reverso, los críticos del proceso se cohesionan en torno a una firme defensa
del Estado. Aunque coinciden con sus antagonistas en que el Estado debía
inhibirse de ejercer actividades productivas, reafirman como funciones
insustituibles de su quehacer, la regulación de los mercados, la corrección de
las desigualdades extremas en la distribución del ingreso, y la moderación de
las diferencias de desarrollo productivo. Ponen el énfasis en robustecer y
profundizar los lazos de integración y cohesión social, para construir una
sociedad donde primen la seguridad y no el miedo, el desarrollo de la confianza
en la ciudadanía y la expansión de sus derechos.
En
el plano político, la más importante propuesta programática de Renovar la
Concertación, era introducir mayores grados de proporcionalidad al sistema
electoral. Los críticos, que no se resignaban a dar por definitivas las
reformas instituidas en el plebiscito de 1989, entendían que uno de los
principales problemas pendientes de la democracia, era la subordinación de las
Fuerzas Armadas al poder civil. Y subrayaban el estancamiento sufrido por la
movilidad social y la participación política.
Y
prospectiva
La
falta de prospectiva estratégica, es sin embargo la mayor debilidad de la
propuesta de Renovar la Concertación. No obstante comprender las mudanzas
estructurales que se están produciendo en la sociedad chilena, a saber, la
referida disposición al cambio, no logra percibir la irrupción de las clases
medias y, sobre todo, no logra dimensionar la crisis que se está gestando en la
educación. La educación es tratada como una más de las políticas públicas.
Situada al mismo nivel de jerarquía de la capacitación, la defensa nacional, la
inversión en infraestructura, el fomento a la ciencia y la tecnología, y la protección
del medio ambiente y de los recursos naturales. Y cuando se le asigna un valor
superior es con el predicado general de garantizar un servicio de calidad,
seguro y sin discriminaciones a todos los ciudadanos, con independencia de
quien lo provea.
Sus
autores fueron asertivos al señalar que el régimen político permanecería
inalterado en ausencia de un acuerdo constitucional de alcance nacional,
alternativo al camino de la confrontación que rechaza la mayoría de los
chilenos por el alto valor acordado a la estabilidad. Pero también fueron
asertivos los críticos del proceso, para quienes la inexistencia de un acuerdo
constitucional seguiría manteniendo la institucionalidad política, así como los
fundamentos del modelo, sobre una precaria base de legitimidad.
En
contraste con Renovar la Concertación, La gente tiene razón muestra una mayor
capacidad prospectiva. Predice que en el transcurso de los primeros años del
siglo XXI, la sociedad chilena experimentaría grandes transformaciones en sus
modos de vivir y de trabajar. Anticipa la emergencia de una economía con enorme
potencial para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Y, sobre todo, presagia
la aparición de una nueva sociedad de derechos garantizados y exigibles.
Anuncia el principio de la libertad e igualdad esenciales de la persona humana,
preexistentes al mercado y al Estado, irrenunciables, y cuya exigibilidad
debería ser ejercida por todos los chilenos. No formula un Plan Auge, y tampoco
una noción de equidad superior a la de igualdad de oportunidades, pero, hoy por
hoy, sigue iluminando el horizonte hacia donde encaminar la democracia y el
desarrollo.
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