miércoles, marzo 02, 2011

El caso Van Rysselberghe . Carlos Peña

La intendenta Van Rysselberghe plantea un serio problema al Gobierno. Confesó en público haber simulado antecedentes e inventado historias -en una palabra, mentido- para obtener subsidios del Gobierno central.
Al parecer no hubo delitos. Ni falsificación de instrumentos, ni malversación, ni nada semejante. Lo que hubo fue una mentira: ella confesó haber disfrazado la realidad para favorecer a un grupo de pobladores (y de paso a sí misma, puesto que es a ella a quien esos pobladores le estarían toda la vida agradecidos).


¿Es suficiente una mentira como esa -decir de lo que no es, que es- para ser destituído de un cargo público de exclusiva confianza del Presidente?

En las democracias maduras una mentira como esa -incluso obviando el raro tono paternalista con que algunos personeros de derecha se relacionan con la gente pobre- bastaría para que quien la profirió renunciara o se le pidiera la renuncia.

Excepto en Chile.

Aquí cada vez que se constata un error de alguna autoridad, incluso craso, primero se piden informes legales para verificar si se transgredió o no la ley. Como si la no comisión de delitos penales fuera el único estándar que debe satisfacerse para ejercer un cargo público. Los ejemplos sobran. En los inicios del gobierno se acusaron múltiples conflictos de interés. Se dijo entonces que si la ley no los prohibía, no había nada que reprochar. El Presidente prometió vender sus acciones antes de la segunda vuelta. No lo hizo. La ley no prohibía mantenerlas más allá de lo que él mismo había prometido. Lo mismo acaba de ocurrir con el nombramiento de generales que pertenecieron a la CNI. Como no estaban procesados por delito alguno, entonces, se dijo, no había problema. El Presidente aterriza de emergencia en helicóptero por falta de combustible ¿Hay algo reprochable en eso? No, puesto que la ley no lo prohíbe. El Presidente luego miente: ante las cámaras dice venir pilotando el helicóptero; pero más tarde comparece a la investigación su amigo Andrés Navarro declarando que era él quien lo hacía ¿Hay algo malo en todo eso? No, puesto que la ley no castiga el mero hecho de faltar a la verdad.

Esta vez la intendenta Van Rysselberghe confesó haber simulado antecedentes -en rigor, mentido- para obtener subsidios del Gobierno central. En otras palabras, declaró haber transgredido deliberadamente las reglas que, sin embargo, era su deber cuidar. ¿Hay algún reproche público? Ninguno. Su partido -la UDI- en vez de insinuar siquiera una queja por la conducta de la intendenta, exige se la respalde.

Simplemente increíble.

Hasta ahora se conocían actos corruptos (los hubo sin duda en los gobiernos de la Concertación); pero lo
que no se conocía eran solicitudes de apoyo, provenientes de un partido político, para un comportamiento
confesadamente mendaz.

¿Qué se dirá de aquí en adelante a quienes alteren sus datos para obtener beneficios, a los estudiantes que
imaginen excusas para obviar sanciones, a los parlamentarios que mientan para cobrar las dietas, al Presidente cuando, por descuido, afán narcisista o motivos peores, cambie su versión respecto de un asunto de interés público? ¿Que si no es delito no importa?

Lo que está en cuestión en el caso Van Rysselberghe -quien a los procedimientos habituales del caciquismo sumó la mentira- no es ni un asunto penal, ni legal, ni político. El problema es cívico y debiera interesar a todos: cuáles serán los estándares de conducta con los que se juzgará el quehacer de las autoridades públicas.

Hasta ahora -no vale la pena engañarse- la vara está por el suelo.

Y es probable que todo este asunto no importe tanto por el futuro político de la Intendenta (después de todo se conocen casos en que actos peores no impidieron a su autor acceder a la Presidencia de la República) sino por el tipo de reglas que orientarán la vida cívica y los comportamientos que sus partícipes estarán dispuestos a exigirse unos a otros.