domingo, enero 23, 2011

El acuerdo educacional. Carlos Peña.

Carlos Peña.jpgEl Ministro Lavín logró aprobar su proyecto de reforma educativa. Para torcer la voluntad de la Concertación, se comprometió a fortalecer la educación pública. Se le entregarán, por diversas vías, cerca de 150.000 millones de pesos."Salió caro" -dijo Patricia Matte quien, en esto, representa el sentido común de gran parte de la derecha.
A primera vista parece, efectivamente, un despilfarro.
La educación pública -podría argüirse- está siendo abandonada por las familias. Puestos a escoger, los más pobres prefieren la educación particular subvencionada ¿Por qué entonces favorecer a un sector educativo que la gente rechaza? ¿Por qué no tratar por igual a las escuelas privadas y a las públicas y que la gente escoja cuál de ellas sobrevivirá?


Patricia Matte -cuya preocupación educativa, a diferencia de sus ideas, es sin duda estimable- estaba pensando en eso cuando dijo que, quizá, la reforma "salió cara".
¿Son razonables esas críticas que mascullaba la derecha mientras Lavín se inclinaba a firmar el acuerdo educacional?
En absoluto.
Si la sociedad fuera una suma o agregado de familias, cada una de ellas con sus preferencias políticas y morales, no tendría, por supuesto, nada de malo que hubiera un mercado de oferentes educativos de toda índole entre los cuales los padres pudieran libremente escoger: La familia del opus, un colegio opus, la familia de padres progresistas, un colegio alternativo o teosófico, la familia católica convencional uno salesiano, y así. Cada uno con sus gustos. Cada familia escogiendo (y pagando con dineros propios o con vouchers) la escuela que modelará el alma de sus hijos y las redes sociales con que contarán en el futuro ¿No es acaso un derecho natural de las familias escoger el tipo de educación que prefieren para sus hijos?
Pero ocurre que las sociedades no son eso.
Ni las sociedades son una suma de familias; ni las relaciones educativas, actos de consumo.
En vez de ser un simple agregado de familias -como lo piensan los conservadores- la sociedad es una comunidad política que intenta realizar ciertos ideales que están a la base de la ciudadanía y de la libertad. Cuando las sociedades modernas obligan a los seres humanos a pasar unos doce años de su vida en una institución educativa, no lo hacen entonces sólo pensando en su bienestar material. También lo hacen pensando en que las nuevas generaciones deben tener una experiencia compartida o común que les ayude, en el futuro, cuando sean adultos, a reconocerse como iguales en medio de la diversidad y a ser mejores ciudadanos. Así alguna vez podremos ser -esa es la esperanza de las sociedades democráticas- una sociedad de iguales y no un puñado de personas diferenciadas por origen familiar.
Y para alcanzar ese objetivo es indispensable contar con una educación pública -municipalizada o estatal- que en vez de cultivar las preferencias de las familias, enfatice los valores y las virtudes que son propias de la vida cívica. Con una educación pública vigorosa y de calidad, las familias tendrán fuertes incentivos para matricular a sus hijos en ella y la sociedad en su conjunto mayores posibilidades de esparcir los valores que son propios de la vida democrática.
Por eso no es casualidad que en los países de la OECD -con los que Chile gusta compararse- la mayor parte de la educación sea pública.
¿Se imagina alguien qué sería de nuestro país si, por descuidar la educación pública, tuviéramos un sistema escolar que fuera la suma de instituciones privadas -laicas, comerciales y religiosas- operando como un mercado en el que las familias eligieran de acuerdo a sus recursos y sus preferencias? ¿habrá alguien que piense que de eso podría resultar una verdadera comunidad cívica?
Así entonces se equivoca Patricia Matte cuando piensa que el precio que pagó Lavín fue "caro".
Se equivoca porque no fue, desde luego, un precio (¿qué es esto de medirlo todo como una compraventa?) sino una medida indispensable y mínima (aun deben venir otras) para corregir las demasías de la derecha conservadora que, desde el siglo XIX en adelante, sigue creyendo que el control del proceso educativo debe estar en cada familia sin que la comunidad tenga injerencia alguna en él.