domingo, enero 23, 2011

De vuelta a clases. Jorge Navarrete.


MIENTRAS VARIOS se preparan para salir de vacaciones, el Presidente de la República ha querido revestir el cambio de gabinete como un símbolo del inicio de otra etapa para su gobierno. De esa manera, el rito habitual para estas ocasiones consiste en reunir a los colaboradores más relevantes, en una suerte de planificación estratégica, donde se pasa revista a la evaluación de lo realizado y se proyectan las metas de futuro. A veces, incluso, se organizan terapias de grupo -como aquellas que le dieron     tan inmerecido prestigio a Fernando Flores-, las que me imagino ahora están vedadas, aunque sea para evitar que se sinceren en exceso las relaciones de Piñera con sus ministros y entre ellos mismos.

Pero más allá de la ironía, se trata de un ejercicio necesario, especialmente cuando está por concluir un primer año de gestión gubernamental que deja luces y sombras. En efecto, y más allá de los eventos, tragedias y celebraciones que nos convocaron en este período, ronda la sensación de que la actual administración no ha terminado por instalarse, evidenciando improvisación o haciendo gala del ensayo y error, como si todo lo reflexionado en ese largo tiempo que se prepararon para gobernar -Tantauco mediante- hubiera rápidamente quedado en el olvido una vez que finalmente accedieron al Palacio de La Moneda. 
Así, por ejemplo, concluye un primer año de gobierno cuyo sello ha sido la administración, pero que no ha impulsado ninguna reforma estructural relevante -quizás con la relativa excepción del proyecto de ley sobre educación- como de hecho lo hicieron sus antecesores: Aylwin en materia laboral o tributaria, Frei en justicia, Lagos en salud o Bachelet en protección social, por mencionar las más relevantes. En todos estos casos, se estaba plenamente consciente de la necesidad de aprovechar el primer año de gobierno, pues lo que no se promueve o induce desde el principio, difícilmente podrá llegar a buen término después, especialmente con motivo de haber rebajado el período presidencial a cuatro años. 
Se trata de una cuestión que han advertido, y por la que se han quejado, los propios partidarios de la derecha. Después de dos décadas en la oposición, muchos hoy se lamentan de que su gobierno se limite a administrar la coyuntura, haciendo un culto comunicacional del episodio -en lo que alguna vez Fernando Paulsen bautizó como "la política de los eventos"-, pero con una evidente incapacidad para proyectar políticas públicas a mediano y largo plazo. En un año donde no parece probable que se repitan tantas tragedias y sobresaltos (¡escúchanos Señor, te rogamos!), este será un rasgo que desnudará las flaquezas del gobierno. 
De igual modo, y a estas alturas, poco y nada valdrá la excusa de responsabilizar a las administraciones anteriores frente a la ralentización de los proyectos o el incumplimiento de las promesas. Será breve esta segunda oportunidad que se les concedió a varios ministros con una gestión "reguleque", en la medida en que no exhiban aquello que suponemos constituyó la razón principal para ser nominados en el cargo: real capacidad de gestión. Se inicia para Sebastián Piñera y su gobierno una fase decisiva, tanto en lo que se refiere a ponerse al día en lo pendiente, como también a demostrar por qué están en el poder.