Documento de Oceanos Azules.
Una Coalición de Ciudadanos por la Democracia
Océanos Azules siempre concentra sus energías en nuevas propuestas y en trabajar con un espíritu constructivo. Desgraciadamente el desequilibrio que existe entre las necesidades del país y la falta de calidad de nuestra política nos obliga a ser muy críticos. Ese es el único camino que en las actuales circunstancias nos permitirá arribar a un diagnóstico verdadero y a aprender de los errores cometidos. Pensamos que no hay otra posibilidad si queremos construir una potente y entusiasta fuerza de centro izquierda.
Seguramente se nos va a criticar, como siempre, auto flagelantes. Si se lee con
detención y buena fe este documento puede concluirse exactamente lo contrario. Es
decir, que si se hace la autocrítica y correcciones que de ella se derivan, se puede
obtener una renovada y consciente adhesión mayoritaria de los chilenos.
La nueva forma de gobernar y sus resultados
Ha pasado casi un año desde el triunfo de la derecha en la última elección Presidencial.
En estos meses hemos visto la instalación de un gobierno personalista, que exhibe como
ideal la persona omnipresente del Jefe del Estado. Un gobierno que desde el primer día
llena el espacio público con vistosos uniformes, que separan a los que ejercen el poder
de los ciudadanos comunes, y que revela una total falta de sencillez republicana. Un
gobierno que busca desalojar y perseguir a sus opositores dentro de la administración
pública. Un gobierno incapaz de enfrentar con oportunidad y eficacia las secuelas del
terremoto. Una autoridad que acostumbra eludir su responsabilidad echándole la culpa
de todo a los gobiernos anteriores. Un control implacable de los medios de
comunicación social. Un abuso de la tragedia de los mineros para obtener percepciones
favorables. Un uso mediático de la peor tragedia carcelaria de nuestra historia, que fue
inducida desde hace algunos años atrás por adoptar la política criminal de encarcelar
indiscriminadamente a los infractores la ley penal para frenar la supuesta “puerta
giratoria”. Una prometida nueva forma de gobernar que no se diferencia en su estilo de
los peores errores del pasado.
En el gobierno y la administración abundan los conflictos de intereses personales e
institucionales, como se demostró en la elección del Presidente de la ANFP. En pocos
meses se dejo de imprimir el diario La Nación y se ha debilitado desde dentro TVN para
favorecer a los medios de la competencia, que adulan y trabajan con obsecuencia a
favor del gobierno.
Además se ha infringido sin pudor el sistema de alta dirección pública, que tanto habían
exigido crear los parlamentarios de la derecha cuando eran oposición.
Entre las cuestiones positivas que han sucedido en estos meses podemos mencionar las
cifras de la recuperación luego de la crisis financiera internacional y el alto precio del
cobre, que ha superado varias veces su promedio histórico, que corresponden al ciclo
expansivo post crisis de nuestra economía, reforzado por la adhesión que tienen en el
gobierno los agentes productivos y financieros.
Este es un gobierno que se caracteriza en lo principal por anunciar revoluciones en
diversas materias, las mismas que después no se traducen en cambios efectivos. Al
mismo tiempo, declara el cumplimiento de una extensa agenda legislativa, pero que
simplemente ha consistido en destrabar proyectos empantanados por la mezquindad
política durante los gobiernos anteriores.
La verdad es que el actual gobierno todavía no tiene un programa definido y hasta ahora
la nueva autoridad sólo ha obtenido resultados mediocres.
Sin embargo, queda mucho camino por recorrer y comienzan a aparecer en la prensa
algunas iniciativas de reforma que pueden llegar a definir el rumbo en estos próximos
tres años.
El impacto del terremoto; las precarias condiciones laborales y de seguridad que afectan
a cientos de miles de trabajadores, y no solamente a los mineros; el conflicto mapuche y
el de Isla de Pascua; el incendio con resultado de muerte de 81 personas recluidas en
condiciones infrahumanas; las protestas y huelgas en la salud y educación pública; la
paralización del puerto de San Antonio y otras situaciones complejas y graves, que son
minimizadas por la prensa oficial, revelan un cuadro con problemas de gran
envergadura. El gobierno no es capaz de resolverlos y los enfrenta desviando la atención
con medidas de farándula o con precarios e insuficientes actos de administración.
El desplome de la Concertación
Pero, en estos primeros meses, lo más impactante y desalentador ha sido el desplome
político de la Concertación. La otrora exitosa coalición en modo alguno se ha erigido en
un poder fiscalizador importante, y, a pesar de ser mayoría en el Senado, no ha sido en
el Congreso un contrapeso al juego oportunista del gobierno. Si la oposición actual
sigue en este estado de latencia será incapaz de perfilarse como una alternativa para las
futuras elecciones.
La forma como se abordó la interpelación Parlamentaria a la Ministra de Vivienda, el
acuerdo sobre la denominada “Reforma Educacional” entre ciertos parlamentarios de
oposición y el ministro Lavín, sin que los chilenos hasta ahora conozca su contenido, y
la ausencia en la Sala de la Cámara de Diputados del Presidente del Partido Socialista,
que permitió al gobierno aprobar por un voto el reajuste a los empleados fiscales, son
tres hechos importantes, ocurridos en una semana, que dejan en evidencia que el
conjunto de factores que provocaron la derrota electoral de la Concertación en la última
elección presidencial aún están pendientes. En estos tres casos el elemento común es la
anteposición de protagonismos, intereses o puntos de vista de políticos tradicionales de
los partidos, que se sienten con el derecho absoluto de decidir por cuenta de los
ciudadanos opositores.
Por eso es que estos casos reflejan la ausencia de autocrítica de la cúpula
concertacionista y la repetición de algunos de los mismos factores que provocaron la
derrota de Enero del 2010. Y lo más grave es que estos errores demuestran la falta de un
diagnóstico común sobre las causas y efectos del fracaso electoral.
Lo que hasta el momento parece un caso de estudio es que el actual gobierno no
capitaliza en el apoyo popular el desconcierto y la debacle de los partidos opositores,
que le han dejado el camino despejado y fácil. Esto ha permitido sostener a algunos con
un alto grado de certeza que la derecha no ganó la elección presidencial, sino que la
perdió la Concertación. En esta afirmación si parece haber acuerdo, lo que se corrobora
con el estancamiento en menos del 50% del apoyo al nuevo Presidente, a pesar de que el
país está en pleno proceso de recuperación económica, con un crecimiento cercano al
6%, con una disminución del desempleo, con el efecto positivo para la imagen oficial
que tuvo el rescate de los mineros y con la constante adulación de algunos medios de
comunicación a las acciones y personas que representan al gobierno.
Con todo, parece justo reconocer en las actuales autoridades una intención de plantear
sus posiciones e ideas y de anunciar medidas, aunque sea desde su particular óptica
ideológica, en temas como la carga impositiva, la educación o a la salud, la realidad
penitenciaria, la seguridad pública y la situación energética. Esto puede abrir un debate
a nivel de la élite del país, que aún con ese sesgo, era impensable e imposible,
particularmente para los administradores de la Hacienda Pública bajo los últimos
gobiernos de la Concertación.
No es que este gobierno esté proponiendo grandes transformaciones y cambios, o que
esté dispuesto a realizar un amplio y abierto debate donde haya efectiva participación de
los chilenos. Mucho más les interesa la imagen de una cuenta pública que se rinde frente
a sus propios funcionarios y no frente a los ciudadanos. El control de la derecha de los
medios de comunicación y su vinculación con sus intereses económicos la hacen
desestimar a priori cualquier debate abierto. Pero esto no debe extrañarnos porque ha
sido siempre lo propio de la derecha. Lo que es nuevo y totalmente inaceptable es que
este ambiente de renuncia a las tradiciones democráticas de Chile, sea también una
práctica de la cúpula de la centro izquierda, que ha contribuido a cerrar el debate,
incluso a nivel de la élite, y que ha permanecido por años a la defensiva, sin proyecto ni
ideas que mostrar frente al país.
Y ello fue aplaudido y respaldado por los poderes fácticos y por la prensa de derecha,
que logró imponer su agenda, apoyando la figuración de “favoritos”, ministros y
“técnicos”, que siempre tuvieron espacio mediático, político y académico para objetar
cualquier intento por avanzar más rápido en la reformas sociales y económicas, que el
votante de la Concertación demandaba con insistencia, especialmente en educación y
salud.
Es motivo de vergüenza que sea este gobierno el que cuestione la aplicación de la ley
antiterrorista a los Mapuche por anteriores autoridades del Ministerio del Interior. Es
impresentable la enérgica defensa de la institucionalidad Medioambiental, y no del
medio ambiente, por ciertos personeros de la Concertación cuando el Presidente Piñera
tuvo que rechazarla central Barrancones, forzado por el irresistible clamor nacional. No
es aceptable el apoyo cerrado a las pasadas autoridades de Justicia y Gendarmería luego
de la crisis penitenciaria, en vez de asumir con humildad una postura autocrítica, que
para nada tendría que haber significado desconocer también la responsabilidad política
y administrativa de las actuales autoridades del sector.
Increíble resulta admitir que en los últimos años la cúpula concertacionista aceptó,
asumió y encarnó desde el gobierno el discurso falaz de la mano dura o de trabar la
puerta giratoria en materia de seguridad. Ello supuso aceptar como propio un slogan que
tiene su origen en la derecha más cavernaria y entregarse a la pauta intencionada de sus
medios de comunicación. La Concertación renunció a tener un enfoque mucho más
equilibrado en lo preventivo y en la rehabilitación, que es menos populista pero más
serio, y también más demandante de recursos fiscales.
Todo esto es lo que no puede ocultarse a estas alturas.
La ortodoxia neo liberal de algunos de los últimos ministros de Hacienda, su poder sin
contrapesos democráticos, la costumbre de creer innecesario justificar públicamente sus
decisiones, el sentirse predestinados a dirigir desde las sombras amparados por la gran
popularidad de los Presidentes, fue constituyendo un conjunto de dogmas sobre lo que
era o no posible discutir o cambiar. Muchos de los políticos más populares de la
concertación todavía utilizan los mismos asesores comunicacionales de la derecha y
comparten con ellos el apoyo de los medios proclives al más simplón de los
mercantilismos.
Muchos de estos asesores y privilegiados ex directores o ex asesores de políticas
públicas del “establishment”, trabajaron para censurar, sin dar la cara, la mayor parte de
las ideas propuestas por los profesionales y técnicos de la Concertación en los últimos
dos gobiernos.
Lo verdaderamente insólito de todo lo sucedido es que cualquier candidatura, propuesta
o programa de gobierno llegó a necesitar la bendición de este verdadero y no
contabilizado poder fáctico. Esta aprobación sólo podía obtenerse aceptando una cuasi
intervención por parte de estos asesores y en la medida que el programa, propuesta o
candidatura se presentara como la continuidad completa de lo hecho antes por sus
predecesores.
En ese contexto, el oficialismo concertacionista llegó a identificarse con cualquier cosa
menos con el cambio progresista, lo que es la antítesis de partidos, coaliciones,
programas y líderes de centro izquierda, en Chile o en cualquier parte del mundo.
Algunas personas, basándose en datos de dudosa credibilidad, han levantado la tesis que
la elección se perdió porque la Concertación se identificó con el mundo de izquierda y
dejó de representar a los sectores medios. La misma lectura han hecho los autores de la
llamada “nueva derecha” y los ministros políticos, desarrollando un discurso público
centrista y alejado de las posturas tradicionales de la derecha dura.¿ Como se explica
entonces la desconfianza y distancia que demuestra sistemáticamente en todas las
encuestas la clase media con respecto al gobierno y al Presidente? ¿Acaso un rechazo,
que fluctúa entre un 39% y un 43% en todas las encuestas, no es representativo de un
amplio desacuerdo de la clase media con las políticas del nuevo gobierno?
Encarnar la inquietud por mayores transformaciones y avanzar más rápido, no debía
haber significado renegar de los grandes avances y logros de los gobiernos de la
Concertación. Pero una mirada autocomplaciente y una actitud fosilizada se impuso, a
partir de la cual se abortaron propuestas de cambio más profundas y audaces, que eran
viables a partir de lo hecho con anterioridad.
Se entregó con desaprensión a la derecha la bandera del cambio, lo que le facilitó
proponer una modificación sin contenido, finalmente circunscrita al reemplazo de las
autoridades del aparato público. Todo esto le dio piso y sustentación al slogan electoral
de la alternancia en el poder.
Es contradictorio, entonces, que la misma cúpula concertacionista pretenda presentarse
ahora como promotora de la renovación de la política, impulsora de un reemplazo
generacional o que aparezca interesada en construir un nuevo proyecto y un nuevo
mensaje. No tiene legitimidad ni credibilidad para asumir ese rol frente a los chilenos.
Eso lo acreditaron las últimas elecciones y lo ratifican sistemáticamente todas las
encuestas.
Es patético observar cada cierto tiempo golpes de autoridad de antiguos líderes, que
intervienen intentando recuperar protagonismos perdidos para siempre, y en cambio
abren nuevos y más conflictivos frentes a los opositores, obligándolos a una defensa
permanente del pasado. Estos golpes de timón aniquilan la autoridad de las personas a
quienes ellos mismos invistieron como sus sucesores e impiden la emergencia de
nuevos liderazgos.
Por ello es que ante la realidad que los ha dejado atrás, hoy pretenden recurrir a la
disciplina y al severo control de las directivas de los partidos, último recurso al que
siempre se apela cuando se está perdiendo el poder. Se trata de un intento estéril, que
enreda y retrasa las tareas realmente urgentes e importantes.
Porque si de verdad el objetivo es tener una alternativa de centro izquierda para Chile,
son otras las prioridades y otros los temas actuales, y no los egos, los pergaminos y la
auto justificación histórica.
Una descarnada autocrítica
La mayor parte de los integrantes de Océanos Azules, militantes de los partidos e
independientes, hemos tenido diversos grados de participación en el proceso
anteriormente detallado y por ello también tenemos una cuota de responsabilidad en la
debacle y en el agotamiento del ciclo político actual.
Entre muchas críticas que con justicia podrían hacernos, identificamos tres, que nos
duelen y asumimos con toda propiedad.
Primero, muchos de los integrantes de Océanos Azules provenimos de una generación
que después de 1990 abandonó la política, renunciando a levantar nuevos liderazgos y
dejando el terreno totalmente despejado para que los responsables de la crisis del 73
impregnaran con su propia identidad la transición a la democracia.
Abdicamos del deber de ganarnos un espacio propio y generacional en los partidos, las
organizaciones sociales y las nacientes estructuras del sistema político. Fuimos
temerosos y preferimos respaldar liderazgos consolidados a empujar los propios. Hubo
también mezquindad y división.
Segundo, no nos opusimos al reestablecimiento de un sistema político que circunscribió
la democracia al simple funcionamiento de los poderes públicos.
La aceptación como un hecho de la Constitución de 1980, la negociación por etapas de
reformas que aún no eliminan conceptos y poderes de las FFAA provenientes de la
llamada “Doctrina de la Seguridad Nacional” , la idea de la justicia en la medida de lo
posible, las garantías dadas a los poderes fácticos para mantener el modelo económico,
al que sólo se le introducirían rectificaciones que aportaran mayores dosis de equidad, y
la desmovilización de las fuerzas sociales, que siguió a la asunción del primer gobierno
democrático, son pruebas elocuentes de esta transición cuidadosamente tejida entre unos
pocos y a espaldas del país.
Durante 20 años se ha postergado la democratización de las juntas de vecinos, que hoy
son un pálido reflejo de lo que fueron en el pasado previo al 73. En lo esencial se ha
mantenido intacta la legislación de la dictadura sobre los colegios profesionales, que los
transformó en instituciones decorativas. Los trabajadores aún esperan una reforma
laboral que potencie sus organizaciones y equilibre la cancha a la hora de negociar
beneficios. Los centros de padres son espectadores y no actores del proceso educativo y
las federaciones estudiantiles no son consultadas por las autoridades, ni por el
Congreso como actores relevantes a la hora de introducir cambios a la LOCE y al
modelo de educación superior.
Como generación debimos cuestionar la legitimidad de un sistema político que
privilegia a los dirigentes de los partidos como los únicos intermediarios entre los
chilenos y el Estado, y que no estimula la participación de los ciudadanos en la toma de
decisiones.
No tendrá credibilidad nuestra crítica a la concepción oligárquica de la política, si no
somos capaces de encarnar una propuesta y una acción colectiva que reivindique la
participación de los ciudadanos, en todas las esferas e instancias, como el gran “test” de
legitimidad de nuestra democracia.
Tercero: Veinte años después intentamos cambiar las cosas desde dentro y no pudimos.
A pesar que para muchos de nosotros era ineludible agotar las posibilidades, intentando
producir un cambio en el programa y sobretodo en los estilos, en la forma como se
hacen las cosas, la verdad es que fuimos ingenuos y no logramos impedir el término del
ciclo político actual.
Sorprendentemente la mayor intransigencia y la operación política destinada a
marginarnos de la campaña, no vino de los partidos, sino del equipo económico del
gobierno y sus asesores.
Debimos haber tenido un mejor diagnóstico de los obstáculos inherentes a la tarea que
nos propusimos y del enorme cerrojo que impone a cualquier renovación la actuación
del poderoso grupo que de verdad ejerce el poder dentro de la Concertación.
Entre los dirigentes, parlamentarios, ministros, funcionarios, equipos técnicos y
políticos que concibieron y dibujaron la transición, emergió una visión compartida del
país y de su desarrollo y, lo más importante, nacieron coincidencias y lealtades supra
partidarias que subsisten hasta el presente. Esa hermandad y sus centros de estudio
conforman lo que comúnmente se llama “El Partido Transversal”. Ellos han sido y son
la cúpula de la Concertación. Y como toda regla tiene su excepción, en nuestro caso esa
excepción se llama Michelle Bachelet.
Muy lejos del núcleo duro del partido transversal o de la cúpula quedaron desde un
comienzo los ciudadanos de centro izquierda.
Contra ese diseño y sus administradores, hace más de una década debimos haber
opuesto una alternativa política. Debimos haber sido más claros. Pero, una vez más
primó la resignación y la comodidad. Con la finalidad de no atentar contra las
posibilidades de nuestra propia candidatura presidencial, en la última campaña y a pesar
de algunos chispazos de indisciplina, una vez más, optamos por evitar una
confrontación pública con la cúpula Concertacionista. Esa fue la última vez.
Debimos haber ejercido nuestro derecho a opinar, participar y decidir, porque nuestra
generación no tuvo ninguna responsabilidad en el desplome de la democracia en 1973,
como claramente si la tuvieron la mayoría de los autores de la transición y del partido
transversal.
Esa es la gran injusticia histórica: Los que en el pasado se dieron todos los lujos del
sectarismo, los que consideraban que la democracia chilena era formal, los que llamaron
a tomar las armas para hacer la revolución, y los que se unieron con la derecha para
llamar a los militares, después de 17 años de dictadura volvieron unidos a dirigir el país,
imponiendo un sistema que los reivindicara y exorcizara todos sus miedos y fantasmas
pretéritos.
Los responsables del 73 le han negado a las nuevas generaciones de chilenos su derecho
a soñar con un país mejor, menos conservador, más libertario, más participativo y más
justo. Todavía creen que tienen un derecho preferente para mandar y decidir lo que
suponen que es el bien del país. Sus miedos y fracasos del pasado han bloqueado la
creatividad de los chilenos del siglo XXI.
Por ello es que ahora es otro el camino que seguiremos. Defenderemos abiertamente
nuestros puntos de vista, sin que importe ya la disciplina mal entendida o la lógica del
mal menor, que consiste en callar las críticas para no sacar el piso a los voceros de la
cúpula.
Debimos haberlo dicho desde el principio con toda claridad. Nunca fuimos partidarios
del diseño de transición a la democracia que se impuso después del triunfo del NO en el
plebiscito de 1988.
Como ciudadanos independientes o militantes, debimos respaldar, o en su defecto,
silenciar nuestras críticas a las decisiones adoptadas por la cúpula Concertacionista y
hacer confianza en los que negociaron y acordaron con la derecha, los militares y los
poderes fácticos los cambios institucionales. Cuestionar en esos momentos a los que
encabezaban el proceso, introducir divisiones al interior de las fuerzas de la
Concertación, exigir participación o la consulta a los ciudadanos, era considerado como
actos de indisciplina inaceptables, hacerle un favor a Pinochet y a la derecha, o bien,
atemorizar a la clase media que en forma mayoritaria había votado por el NO, pero que
se presumía no estaba dispuesta a apoyar cambios sociales que generaran conflictos
como los del pasado, ingobernabilidad de la naciente democracia o falta de credibilidad
en la coalición que se aprestaba a asumir el gobierno.
Curiosa coincidencia se produce entre esos argumentos de ayer y las explicaciones
dadas hoy por parte de la misma cúpula sobre las causas de la derrota electoral del 2010.
No era posible suponer que los responsables del derrumbe democrático iban a proceder
de otra manera que como lo hicieron, es decir, generando un sistema que respondiera a
su visión del pasado, superara sus miedos y estableciera un verdadero anatema a los
proyectos ideológicos y a la movilización social que los hiciera exigibles.
Para la generación traumada por el 73, realista y pragmática, cuya renovación consistió
en gran medida en abjurar de los sueños de una gran transformación democratizadora ,
la desmovilización social pasó a ser una precondición de la gobernabilidad del país. No
se creyó posible moderar las expectativas de los chilenos con la reconstitución
simultánea del tejido social destruido por la dictadura.
Quisieron evitar la pesadilla de un gobierno de centro izquierda, presionado por las
demandas sociales, y por ello incapaz de conducir una transición a la democracia que
finalizara con éxito.
La movilización que hizo posible el término de la dictadura se hizo innecesaria e
inconveniente en la nueva democracia.
Lo que fue un cuestionable objetivo táctico pasó a ser un propósito permanente. Por ello
es que nuestro sistema político nunca ha contemplado significativos espacios de
participación.
Nadie debe sorprenderse ahora de la fragilidad del tejido social chileno. Son muy pocas
las organizaciones con poder suficiente para iniciar y mantener movilizaciones contra
los abusos cometidos por los nuevos administradores del Estado. En todo caso, las
protestas ocurridas en Punta Arenas, motivadas por el alza en el precio del gas, o la
indignación popular contra Piñera por lo sucedido en la ANFP, son los primeros signos
alentadores del nacimiento de una oposición ciudadana al gobierno, totalmente
espontánea y autónoma de los partidos políticos.
Una vez más, igual como sucedió durante la dictadura, será la movilización de los
chilenos la que generará una política más cercana a las personas y menos oligárquica.
Emergerá, sin duda, una nueva legitimidad y una nueva mayoría de centro izquierda.
Hasta antes de la derrota electoral, la inercia y las tareas que se consideraron como las
más importantes postergaron las rectificaciones y las autocríticas. No había tiempo. Se
consideraba mucho más urgente disciplinar el desorden, y enfrentar la creciente
intransigencia de una oposición que intuía que la recuperación del poder estaba cerca.
Siempre se sostiene que perder el gobierno es el detonante de la renovación. No
debemos desaprovechar entonces esta oportunidad.
Una Coalición de Ciudadanos por la Democracia
Una nueva fuerza y emergentes liderazgos deberán provenir, con toda seguridad, desde
el re concurso abierto y democrático, dentro de la diversidad y pluralidad opositora, de
ideas, partidos, organizaciones y personas. Nadie tiene ni tendrá derechos adquiridos o
preferentes.
Siendo coherentes con fomentar la aparición de una nueva alternativa política, creemos
que debe reemplazarse la Concertación por una potente Coalición de Ciudadanos por la
Democracia, que sea amplia, que sea abierta, que sea capaz de convocar, que sea
moderna, que sea inclusiva y que la constituyan partidos, organizaciones y personas.
Una coalición en la que tengan iguales espacios y derechos los militantes y los
independientes, los parlamentarios y los dirigentes sociales, los líderes de Santiago y los
de las Regiones. Una fuerza, humilde y tranquila, que estimule el diálogo, la
participación y la dedicada y amistosa rigurosidad en la formulación de las propuestas.
Para hacer posible esta enorme tarea, parece necesario previamente despejar tres
cuestiones principales:
Primero: Si el esfuerzo se centra en recuperar el poder o en recuperar la credibilidad
ante el país.
Segundo: Si queremos y somos capaces de representar con audacia el cambio de la
sociedad chilena hacia mayores condiciones de igualdad, o asumimos la continuidad
como la mayor garantía para alcanzar gradualmente ese objetivo.
Tercero: Si representamos la fuerza que cree en la participación de los ciudadanos como
el principal mecanismo para legitimar las decisiones de las autoridades. Este tercer
punto supone asumir un compromiso serio con la apertura del sistema político, con la
descentralización del poder, con la defensa de los derechos de las personas, con reforzar
el poder de los municipios y organizaciones sociales. Ya no es sostenible seguir
representando la ortodoxia nostálgica de una ingeniería política para alcanzar la
gobernabilidad y la estabilidad del país.
Es incuestionable que las dicotomías planteadas son simplificaciones. Pero también es
cierto que, al menos, la contraposición de caminos expuesta nos permite reflexionar
mejor sobre nuestra realidad y, con todas las advertencias hechas y con los cuidados del
caso, sirve para saber hacia donde vamos, cual es el objetivo final y que es lo que no se
está dispuesto a repetir.
La recuperación del poder o la recuperación de la credibilidad
La más elemental lógica democrática supone que la credibilidad es precondición para
obtener o recuperar el poder, y no una alternativa frente a ese objetivo.
Por ejemplo, todos sabemos que cerca del 40% de los chilenos con derecho a voto
potencial no sufragan porque no están inscritos en los registros electorales. Eso implica
un importante cuestionamiento a la legitimidad del sistema político y a la
representatividad de las autoridades electas, lo que se ve agravado por el hecho que en
las últimas tres elecciones presidenciales ha habido segunda vuelta. Es decir, ninguno de
los tres últimos presidentes ha iniciado su mandato con un apoyo superior al 35% o 40%
de los chilenos en edad de votar. Y frente a esta realidad ¿cuál es la reacción del
sistema político?
Independientemente de la cuestión doctrinaria de la obligatoriedad del voto, el riesgo
que trae consigo la incorporación de nuevos votantes genera incertidumbre a partidos,
parlamentarios y dirigentes que prefieren un padrón conocido, aunque tenga un
promedio de edad superior a los 35 años.
Entonces, es cierto que en este caso la credibilidad se contrapone al status quo y a la
administración de cuotas de poder, que, bien distribuidas, otorgan grandes seguridades a
los que buscan la reelección, creando una enorme barrera de entrada a cualquiera que
quiera desafiar a la cúpula. En buena parte en esto consiste la estabilidad de nuestra
democracia.
El anti partidismo histórico de la derecha terminó siendo reemplazado por un sistema
parlamentario oligárquico, que contiene una cerradura “binominal” de asignación
binaria de los beneficios del poder. Con este sistema es casi imposible obtener una clara
mayoría en el Congreso. Ello es lo que obliga a pactarlo todo, y, en consecuencia, a
mantener inmodificables la esencia del régimen político y del modelo económico.
La contrapartida consiste en que la derrota electoral presidencial, para cualquiera de los
bloques, garantiza que no se vean alteradas en lo fundamental las cuotas parlamentarias,
y con ello se eternizan en los cargos la mayor parte de los mismos diputados y
senadores. En efecto, según los cálculos efectuados por Océanos Azules, tomando como
base datos públicos, en 20 años de democracia, el promedio de edad de los senadores es
56 años y de los diputados es 52 años; el promedio de permanencia en el parlamento es
20 años para los senadores y 10,3 años para los diputados; el promedio de períodos en el
Congreso es 3,5 para los senadores y 2,5 para los diputados. Casi idéntica es la
permanencia en los cargos de los alcaldes y concejales de la mayoría de las Comunas
del país.
La competencia se produce dentro de las coaliciones, lo cual robustece el rol de las
directivas a la hora de ceder distritos de los disidentes y de repartir distritos blindados
para los que las apoyan al interior de sus partidos. Pero al final, son los ciudadanos los
que se ven afectados por el “cuoteo”, el inmovilismo, la persecución en el aparato
público y en las empresas privadas. Son las personas comunes las que sufren la falta de
participación en las decisiones que les afectan, el centralismo y la concentración del
poder en Santiago.
Los errores y las derrotas de los dirigentes, parlamentarios y de las cúpulas de los
partidos de la Concertación afectan y dañan a mucha gente. A los empleados fiscales
que quedaron a merced de la discrecionalidad de las actuales autoridades. A los que
perdieron todo en el terremoto y que aún no encuentran solución a sus problemas. A los
estudiantes de los colegios municipales y subvencionados que no ven cambios
significativos que de verdad mejoren la calidad de la educación. A los universitarios que
deben soportar año tras año alzas de aranceles fijados con arbitrariedad y falta de
transparencia, y sistemas de cobro abusivos y dependientes de carreras que se extienden
artificialmente sin justificación académica alguna. También se daña los pobres, que
deben recurrir a consultorios de salud sin especialidades, recibiendo un trato vejatorio,
ante el cual no tienen posibilidad de reclamo efectivo, igual como sucede a los
pobladores que tienen que hacer infinitas colas para obtener un subsidio. En resumen,
son graves los efectos para los chilenos que traen consigo el inmovilismo y el reparto
binario del poder, que se alimenta con la desidia y la farándula política.
El grupo dirigente nunca se ve alterado por las mayorías electorales. La mayor parte de
políticos chilenos no sufre represalias, ni marginación, ni incertidumbre laboral. Una
cuota de protagonismo mediático siempre es un buen antídoto para cuestionamientos
más profundos.
Incluso los díscolos, como se les llama en la actualidad, con su estudiada indisciplina y
su relativa capacidad crítica, introducen una cuota ya prevista de incertidumbre
funcional a la salud del sistema oligárquico.
Un ejemplo de ello es que no se puede pretender encabezar la disidencia a la cúpula
concertacionista y simultáneamente buscar el apoyo de esa misma cúpula para
obtenerla Presidencia del Senado.
Se ha llegado a pretender levantar un proyecto progresista solo a partir de la destrucción
del candidato de la Concertación, abusando de un curioso sistema de ahorro de energía
cuando había que criticar al candidato de la derecha. Tampoco se escucha a estos
díscolos cuestionar las decisiones del nuevo gobierno con la misma elocuencia que
exhibieron contra la Concertación en la pasada campaña, y que siguen mostrando en la
actualidad para concentrar sus ataques contra ella aún después de un año de la pérdida
del gobierno.
Poco tienen que ver con el progresismo las aventuras personales basadas en el carisma
circunstancial de un líder sin un proyecto colectivo. Por lo demás, muchas propuestas
expuestas en la campaña presidencial, como la eventual enajenación de parte de la
propiedad de CODELCO, o algunos de los planteamientos en materia de energía,
forman parte de la histórica demanda de la derecha o de grupos empresariales con
intereses particulares, y no representan los ideales de la centroizquierda.
Entonces, si estamos hablando en serio de un proyecto progresista para Chile, partamos
por escuchar a las personas comunes, por articular sus legítimas demandas, por levantar
un programa colectivo y compartido, y que ese sea el factor ordenador capaz de generar
una nueva mística y vocación de servicio público.
Por ello es que resulta tan pertinente la pregunta sobre el objetivo inmediato: Recuperar
el poder o recuperar la credibilidad.
El camino de la derrota se abrió hace muchos años cuando se perdió la credibilidad,
porque se penalizó la crítica interna, porque se impuso una visión autocomplaciente,
porque se hizo vista gorda con los que relajaron las restricciones éticas, porque se dejó
de escuchar a los chilenos normales y de a pie, porque se desmovilizó a las
organizaciones sociales, porque se objetó su autonomía y se anidó la práctica de digitar
a sus dirigentes desde los partidos y desde el gobierno.
La autocrítica comenzó a ser mirada con desconfianza y sancionada como conducta
auxiliar de la derecha. Con ese axioma se institucionalizó una especie de “Razón de
Estado Concertacionista”, tan propia del autoritarismo y tan ajena a la democracia, tan
conveniente para la cúpula y para los “sectorialistas” que manejaban las políticas
públicas sin control parlamentario, tan útil para realizar negociaciones y acuerdos que, a
juicio de sus autores, eran indispensables para materializar con éxito la transición y
garantizar la gobernabilidad del país.
¿Y los chilenos? ¿Cuándo fueron consultados?
La credibilidad se acabó y con ello un porcentaje decisivo de votantes perdió la
paciencia. Por eso esta vez produjo un efecto devastador. Y eso aún no se entiende.
La credibilidad supone autocrítica, re concursar ante los chilenos desde la humilde
posición de no haber sido mayoritariamente respaldado. Supone poner en primer lugar
los intereses del país y no los de los dirigentes. Supone invitar y no excluir, convencer y
no imponer, escoger a los mejores y no a los que son incondicionales.
En fin exige superar los caudillismos y las máquinas, para que sean las ideas, el
programa y las propuestas lo que genere adhesiones y apoyos conscientes.
Es contradictorio con estas exigencias, la estrategia ciega e inconmovible centrada casi
exclusivamente en la mera recuperación del poder para la misma Concertación,
apostando a la brevedad del período gubernamental, a los errores del gobierno de Piñera
y a la popularidad de la ex presidenta Bachelet. Esa estrategia rechaza la autocrítica por
creerla funcional al gobierno de la derecha. Evade realizar correcciones que desafíen a
la estructura dirigente porque la considera insustituible para conducir a la oposición.
Desconfía del debate de ideas porque desordena la operación política y entretiene a los
líderes en asuntos que introducen cuñas y nuevos conflictos. Y se propone disciplinar a
los díscolos imponiendo un orden que impida la división de la centro izquierda en la
próxima elección presidencial, tal como ocurrió en la elección pasada. Como si fuera la
división la causa principal de la derrota y no las razones que la provocaron.
Es imposible de explicar que un candidato díscolo fuera capaz de obtener un 20% de
apoyo en la primera vuelta presidencial pasada, si ese apoyo no fuera representativo de
un voto de castigo de las personas hastiadas con un estilo de hacer política, sin ideas, sin
testimonio y sin voluntad de rectificación alguna.
Ello independientemente del enorme esfuerzo del candidato concertacionista, que tuvo
que cargar, y aceptó cargar, con el descrédito de los dirigentes de los partidos y con una
censura blanca del equipo económico a cualquier propuesta programática audaz o
innovadora.
Una nueva opción presidencial deberá hacerse cargo de lo sucedido y levantar desde la
participación y escucha ciudadana, con total libertad, un nuevo proyecto en lo político y
en lo programático. En esta propuesta lo que discipline y ordene debe ser el proyecto
común y su épica transformadora, y no un supuesto derecho de los dirigentes de los
partidos a decidir por millones de chilenos, que no los han elegido ni les han delegado el
poder de tomar decisiones en su nombre.
No puede ser más representativa de esta defensa de fueros de la clase política, las
declaraciones del presidente de la DC en las que afirma con total claridad que el cree en
una democracia de partidos. Como si estas organizaciones oligárquicas de hoy
representaran el sentir mayoritario de los chilenos.
Nadie pretende terminar con los partidos, que son parte de la democracia, pero reducirla
a ellos demuestra una vez más una concepción oligárquica del poder y del sistema
político.
Pretender forzar a todos los opositores al gobierno de la derecha a pasar por las
directivas de los partidos es además un intento absurdo y, a estas alturas, patético. Los
chilenos que declaran adherir a un partido político no superan el 14% del total del
universo electoral (última encuesta CEP), además de que existen serios
cuestionamientos a la limpieza de sus elecciones internas, al carácter vitalicio de la
mayoría de sus dirigentes y a la ausencia de primarias abiertas para elegir a sus
candidatos a los cargos parlamentarios y municipales.
En oposición al camino oligárquico, si se establece una conexión verdadera con los
chilenos; si se los representa en sus demandas e intereses; si se les respeta como el
verdadero poder soberano y no como electores cautivos del dilema derecha/izquierda ;si
se les abre espacio para que participen y se movilicen, y se les apoya con lealtad y
sincero compromiso, así y solo así podremos preparar, construir y obtener un sólido y
mayoritario respaldo ciudadano en la próxima elección municipal, y después en la
elección presidencial y parlamentaria.
Por el contrario, si lo que se cree necesario, oportuno y conveniente es combatir el
desorden y mantener intacta la estructura de poder en los partidos, entre los dirigentes y
en la Concertación, más algunos otros partidos aliados, pero bajo el mismo esquema,
amparándose sólo en la enorme legitimidad y apoyo popular que tiene la ex presidenta
Bachelet, el proceso no será creíble, seguiremos representando el pasado y pondremos
en riesgo el resultado de todas las elecciones que vienen por delante.
Por eso es que pensamos que ahora, y también en tres años más, es y será impresentable
ante la ciudadanía una candidatura presidencial donde solo cambie el candidato pero se
mantenga intacto el poder de la misma cúpula política y del mismo equipo económico.
Ello significaría no entender nada de lo que está ocurriendo en el país y un acto de
soberbia inaceptable para cientos de miles de chilenos. Ello confirmaría en los votantes
la presunción de que la Concertación sólo está interesada en la recuperación del poder
de cualquier manera y a cualquier costo.
La esperanza de muchos está en que un indiscutido liderazgo, con inmensa legitimidad,
como el de la ex presidenta Bachelet, represente hacia delante una opción de centro
izquierda renovada, abierta, pluralista y conectada con las aspiraciones de los chilenos.
La centro izquierda no requiere caudillos sino ideas compartidas. No requiere
disciplina sino un “Proyecto de Cambio”.
Un Proyecto de Cambio
Hasta antes de la pasada elección era evidente que lo que unía a la Concertación eran
dos temas: el poder y el apoyo a la persona de la Presidenta Bachelet. Nada más.
La recuperación de la democracia, la reconciliación nacional y los paños fríos que
implicó aceptar como axioma inescrutable el de la justicia en la medida de lo posible,
terminó de agotar en una sequía de ideas, la mayor parte de la dirigencia
concertacionista. Ello generalmente ocurre cuando la satisfacción por creer haber hecho
lo posible reemplaza a la inquietud por hacer lo que falta, a la obligación de hacer las
cosas aún mejor que antes.
Los gobiernos de la Concertación transformaron al país reduciendo la pobreza en forma
importante. Se desarrolló la infraestructura y se integró nuestra economía con los
principales países del mundo a través de diversos acuerdos de libre comercio.
Se enfrentó con éxito la crisis financiera internacional y la Presidenta terminó su
período con una enorme popularidad, la más alta de un gobernante en la historia de
Chile.
Justo es reconocer en todo caso que la presidenta Bachelet dio un último impulso
ideológico al agotado proyecto concertacionista, al establecer como eje de su gobierno
la Protección Social, que felizmente sobrevivió a la demolición que intentó realizar en
su contra el “establishment” .
Los defensores de la ortodoxia económica oficial terminaron aceptando a medias y por
algún tiempo este concepto, porque contemplaba algunas políticas que parecían
importadas del Estado de Bienestar Europeo, tan criticado y mirado con distancia, no
solo por la derecha, sino por el selecto, cerrado e inaccesible grupo de censores y
administradores financieros del Estado.
No tuvo la misma suerte el concepto de “gobierno ciudadano” que también quiso
introducir la presidente Bachelet, y que fue completamente clausurado por la dirigencia
concertacionista luego de la revolución de los Pingüinos.
No hay mejores ejemplos que lo sucedido con la Protección Social y con el Gobierno
Ciudadano para describir lo que constituyó y sigue constituyendo uno de los pilares de
la ortodoxia concertacionista, tal como la concibieron desde el inicio de la transición sus
autores, y como se ha mantenido rigurosamente por sus sucesores: La especialización y
separación del trabajo entre políticos y técnicos administradores de las políticas
públicas.
La racionalidad del sistema dependió en gran medida de este equilibrio, basado en
mundos separados, con una frontera inmodificable. Los políticos manejaban el
congreso, los municipios, los ministerios con alta rentabilidad electoral o influencia en
el sistema, los cargos regionales y los partidos. A su vez, los “técnicos” administraban
sin contrapeso, principalmente desde Hacienda, las políticas públicas y la mayor parte
de los cargos de confianza.
Estaba vedado a los políticos intervenir decisivamente en la formulación, ejecución y
financiamiento de las políticas públicas, y estaba vedado a los “técnicos” intervenir,
influenciar o pretender liderar el sistema político, las candidaturas, las alianzas y los
pactos.
Todos los grandes conflictos de la Concertación se produjeron cuando se mezclaron las
decisiones políticas con las técnicas, que es por lo demás lo que debe suceder en una
democracia.
Sin duda este sistema de toma de decisiones redujo la tarea de la Concertación a la
gestión del gobierno y la administración, y produjo estabilidad mientras había proyecto
común, pero luego la inercia de esta rutina sin sentido se constituyó en un dique para las
transformaciones importantes que debían ocurrir en ambos mundos.
Por eso es que llamó a escándalo la primera propuesta de Océanos Azules sobre una
nueva Constitución para el Bicentenario. Y más escándalo provocó que esta propuesta
proviniera desde fuera de la cúpula dirigente. El paroxismo fue total porque el candidato
de la Concertación la hizo suya, presentándola como base de su programa de gobierno
ante una comisión parlamentaria creada para estudiar el régimen político.
Esa nueva Constitución para el Bicentenario supone grandes cambios, destinados a abrir
y ampliar la democracia, y también grandes cambios en el modelo económico-social,
porque reconoce expresamente que los derechos económicos, sociales y culturales, tales
como la salud, el trabajo y la educación, deben ser protegidos y garantizados de una
manera efectiva y no sólo nominal.
De verdad, esta propuesta de una nueva constitución es el más potente desafío
ideológico al núcleo del pensamiento del partido transversal, que ha elevado a categoría
de dogma el diseño institucional y económico de la transición, cuya esencia, en su
tiempo, exigía identificar el proyecto de las fuerzas de centro izquierda con la
recuperación de la democracia y con la idea de mantener la gobernabilidad del país.
Después de 20 años, y aún ahora, tras la derrota electoral, los partidarios de esa postura
dentro de la Concertación siguen sosteniendo que el objetivo de la gobernabilidad, que
no es menor, pero que es responsabilidad de todos los sectores, es y debe seguir siendo
el propósito principal de esta coalición.
La amenaza ideológica que esta propuesta de nueva Constitución para el Bicentenario
significó, generó en su momento la inmediata necesidad de tomar el control de los
contenidos de la candidatura presidencial y todavía representa una amenaza no resuelta
para el “establishment”.
El Bicentenario en la República de Chile dura hasta el año 2018, porque la firma de la
Independencia de Chile se produce en 1818. Esto significa que el desafío de cambio
verdadero que representa la propuesta de una nueva Constitución para el Bicentenario
de nuestra patria, conserva en el presente y para el futuro toda su vigencia y
oportunidad.
La lógica oficial, especialmente la de los asesores del equipo económico, aconsejaba a
la candidatura presidencial pasada asumir la tesis conservadora de reforzar los atributos
personales del candidato,
afirmar la continuidad de las políticas públicas
gubernamentales, el apoyo de la presidenta y la difusión de los logros de los gobiernos
concertacionistas anteriores.
No entendían ni aceptaban que el país había cambiado, que exigía rectificaciones en
algunas áreas y que clamaba por nuevas propuestas, más atractivas y profundas, que
promovieran la dignificación de la política, la transparencia y la participación de los
ciudadanos en la toma de las decisiones.
Para la gran mayoría de los chilenos una cosa era el apoyo a la persona de la presidenta,
que les resultaba cercana, humilde, honesta y un arquetipo del común de los ciudadanos,
y otra cosa era y es el juicio lapidario que tienen de los dirigentes de los partidos, los
parlamentarios, los ministros y la cúpula oficial. La propia presidenta tuvo que
despegarse de la super estructura de la Concertación para mantener y aumentar su
popularidad.
Por ello es que fue un grave error suponer que el apoyo a la persona de la presidenta
podía traspasarse a la candidatura presidencial. La demanda de los ciudadanos por
cambios profundos en el sistema educacional, en la atención de salud, en la
institucionalidad medioambiental, en la protección de sus derechos básicos y como
consumidores, en la estructura de gobierno y administración del Estado, especialmente
en lo relativo a los municipios y gobiernos regionales, en el sistema de educación
superior, en la seguridad pública, en la legislación laboral y en las políticas de vivienda,
se hizo una realidad tangible en cualquier lugar de Chile, y ello, a su vez, hizo exigible
una nueva propuesta programática que fuera audaz en lo político y en lo económico.
Dicha propuesta no tenía porqué significar destruir lo realizado, sino que precisamente
dar un salto ambicioso con bases sólidas, porque ya se había hecho una parte de la tarea.
Un cambio más profundo se demandaba, porque a pesar de todos los avances, la
desigualdad de poderes y de ingresos era y es una tremenda realidad, que no se ha
cambiado a pesar del carácter gradual y focalizado de ciertas políticas públicas.
Después de años exitosos en lo económico, todavía subsiste la marginalidad urbana, la
desprotección de la clase media, las condiciones infrahumanas de la población
penitenciaria, la discriminación de las minorías, la masificación de la droga, el
alcoholismo, la violencia intrafamiliar y el ausentismo escolar, la precariedad laboral de
cientos de miles de chilenos y la cesantía juvenil, que nunca ha bajado del 20%. A esto
se suman el abuso comercial de los bancos, Isapres, farmacias, compañías de seguros y
casas comerciales, la concentración económica y la debilidad de los instrumentos de
defensa de los usuarios de los servicios públicos y privados.
Por todo esto es que en la elección pasada la mayoría de los chilenos, especialmente la
gran clase media, que sido el sustento político y social de los gobiernos de la
Concertación, exigió y sigue exigiendo cambios y no más el determinismo, la inercia y
el mero continuismo.
La Concertación perdió el prestigio adquirido en sus primeros gobiernos, con los casos
de corrupción, con el “cuoteo” político, con la designación de algunas autoridades
manifiestamente incompetentes, situaciones que fueron ampliamente difundidas y
aprovechadas por la prensa de derecha.
Finalmente los díscolos hicieron su parte en la tarea de demolición, que todavía
alimenta la información oportunista de los medios afines al gobierno.
En opinión de los continuistas, no era ni es importante un proyecto o un sueño país
gestado desde y con los ciudadanos. Ese ha sido el mayor error de los estrategas,
comunicadores, economistas y algunos políticos de la Concertación.
La afirmación no es antojadiza porque se dijo y repitió hasta el cansancio por los
“cerebros” electorales, expertos en campañas presidenciales y encuestas, por los grandes
“estrategas” políticos, por los encargados de los temas económicos y por algunos
dirigentes de los partidos, que a nadie le interesaba una Nueva Constitución, que la
gente no votaba por Programas de Gobierno, que los temas tributarios no podían
discutirse en las elecciones y que había que asumir el discurso a favor “de cerrar la
puerta giratoria” porque era indispensable para ganar a la clase media.
Lo impusieron y ahora le echan la culpa al candidato, a los díscolos, a las primarias y a
la “izquierdización” de la campaña. Todo menos una autocrítica. Y lo que es más grave,
siguen congelados en su misma postura. No va a haber renovación, ni apertura al
reconocimiento de los propios errores, sino una obstinada insistencia en posiciones que
en nada tocan la estructura de poder dentro de la Concertación ni cuestionan el modelo
económico.
Por ello es que habiendo transcurrido casi un año desde la derrota electoral y la pérdida
del gobierno, resulta imprescindible preguntarse por lo que verdaderamente une hoy y
hacia adelante a la centroizquierda chilena.
A partir del crudo diagnóstico realizado estamos convencidos que es el agotamiento de
un ciclo y de un proyecto que motivara a la mayoría de los chilenos la causa última y
principal de la derrota.
No se estimó fundamental recuperar nuestros afectos más primarios por la dignificación
del servicio público republicano, por una política con ideas, por escuchar a todas las
personas e invitarlas a vivir en un país decente.
Todas las explicaciones dadas son totalmente secundarias frente al ostensible final de
una etapa y a la ausencia de un proyecto de futuro que ofrecerle a los chilenos.
En ese contexto resultó ser una verdadera proeza haber obtenido casi un 50% de la
votación en la segunda vuelta electoral.
En consecuencia, si esta es la conclusión, lo primero, lo esencial, lo imprescindible es
abocarnos a elaborar desde la ciudadanía un proyecto que represente el cambio al que
aspiramos. El sueño realizable que queremos para Chile. Ese y no otro es el camino
legítimo para alcanzar el poder.
Una Fuerza que cree en la Participación de los Ciudadanos
Concebir una democracia representativa que cuenta con un marco normativo que
garantice el derecho de la ciudadanía a participar en la toma de decisiones de los
asuntos públicos que le importan y le interesan no es tan difícil. Lo verdaderamente
complicado es que los que tienen poder se desprendan de él. Y, claro está, pasar de la
democratización del Estado a la democratización de la sociedad supone un gran traspaso
de poder a los ciudadanos.
Ello exige tener una mirada nueva del sistema político, que incluya la participación
como una variable esencial para medir su legitimidad.
Justo es reconocer que durante los dos últimos gobiernos de la Concertación se
impulsaron algunas reformas legislativas en esta dirección, tales como, la creación del
Fondo de Fortalecimiento de la Sociedad Civil y el Instructivo Presidencial sobre
Participación Ciudadana en la Gestión Pública, el cual fue distribuido para su puesta en
marcha en la totalidad de los Ministerios y reparticiones de la Administración Pública.
Finalmente, el 3 de Noviembre pasado, después de seis años, nuestro Congreso
Nacional aprobó la Ley sobre Asociaciones y Participación Ciudadana en la Gestión
Pública. Próximamente el gobierno deberá decidir si la promulga o la veta, lo que
debería ser motivo de vigilancia opositora. A pesar de sus virtudes, se trata de
iniciativas de corto alcance, que no alteran en lo fundamental la esencia oligárquica del
sistema político.
En privado, nunca en público, algunos ideólogos de nuestro sistema reconocen
básicamente dos objeciones a la idea de introducir mayores niveles e instancias de
participación: Unos creen que el fortalecimiento de la sociedad civil debilita el mandato
representativo de los cargos de elección popular, reduciendo la democracia al sufragio.
Otros argumentan que las personas no saben, no entienden o no tienen tiempo suficiente
para ejercer directamente y en forma responsable una mayor cuota de poder que la que
hasta el momento se les ha entregado.
Ambas objeciones son falacias que no hacen sino intentar justificar el privilegio de unos
para decidir por todos. En el fondo, una parte determinante de la clase política se ha
convencido o acostumbrado a que las decisiones las deben tomar algunos privilegiados;
los que tienen conocimientos, los que se presume que saben lo que es mejor para los
demás, los auto designados guardianes del bien común, que no pocas veces confunden
con su interés individual o el de los grupos de presión que los apoyan o financian.
En estricto rigor, la esencia del mandato representativo, que es condición ineludible para
que haya democracia, no tiene porque ser opuesta o contradictoria con el
establecimiento en las instituciones de crecientes espacios de participación ciudadana.
Tal como es mejor que sean los vecinos y no los consejeros municipales los que tengan
el poder de aprobar en “referéndum” los planes Reguladores de la Comuna, también es
mejor que sea el Congreso el que vote la Ley de Presupuesto de la Nación.
En cuanto a la falsa idea de la superioridad del conocimiento sobre el sentido común de
las personas, la historia demuestra lo contrario de un modo fehaciente. Por ejemplo,
gran parte algunos de los desastres técnicos del Transantiago, diseñado e implementado
por algunos iluminados, se habrían evitado con una simple consulta ciudadana.
En otras palabras, mientras mayor es la participación y la transparencia en las
decisiones, mejor será la calidad de la democracia, mejores las instituciones y mejores
las políticas públicas que debe ejecutar el aparato del Estado.
Océanos Azules ha propuesto una Nueva Constitución para el Bicentenario de nuestra
patria, entre otras razones, porque la Constitución vigente, cuyo ADN autoritario aún
permanece intacto, impone importantes impedimentos y trabas a la participación
ciudadana. La legislación nada puede ambicionar en esta materia si el límite esta
instalado en la Carta Fundamental.
Proponemos que se reconozca constitucionalmente el derecho de participación,
perfeccionando el artículo 19 Nº 14, se incorpore la iniciativa popular de ley y la
facultad presidencial de convocar a Referéndum para decisiones políticas de “especial
trascendencia”.Por ejemplo, este mecanismo podría usarse para autorizar o no el
proyecto de HidroAysen o su línea de transmisión. Adicionalmente, se propone hacer
operativa la utilización de plebiscitos comunales vinculantes y establecer
institucionalmente un diálogo social obligatorio y permanente entre los sectores
empresariales y sindicales Para fomentar la participación política de individuos con
liderazgo en la sociedad civil, postulamos la eliminación de incompatibilidades entre la
dirigencia de algunos cuerpos intermedios y la de los partidos políticos, actualmente
establecida en artículo 23 de la actual Constitución. En la práctica esta restricción sólo
rige para los sindicalistas y no para los representantes empresariales.
Junto a lo anterior, y más allá de la discusión sobre la obligatoriedad del voto,
estimamos indispensable incluir desde ya la inscripción automática en los registros
electorales de todos los chilenos mayores de 18 años, así como también admitir sin
reservas el sufragio de los chilenos en el extranjero.
En cuanto a los gobiernos regionales, hemos apoyado la elección directa del Consejo
Regional y que se le otorguen mayores facultades, especialmente la de decidir sobre el
destino del 100% de los fondos sectoriales asignados año a año en la ley de presupuesto.
Además proponemos otorgar a los ciudadanos de cada región el derecho a convocar,
previa acreditación de un determinado número de firmas, a un plebiscito sobre la
continuidad o término de la gestión del Intendente. Ello no altera la médula del régimen
unitario, porque es el Presidente de la República el que lo designa y reemplaza, pero
permite un control ciudadano efectivo a los actos de la máxima autoridad regional.
En las ciudades con una población igual o superior a 1.500.000 habitantes hemos
planteado que es urgente crear gobiernos metropolitanos, con concejo y alcalde mayor
electos por los vecinos de esas ciudades, independientemente de mantener la existencia
de las comunas actuales.
A nivel Municipal proponemos entregar a decisión directa y democrática de los vecinos
numerosas e importantes materias, tales como la aprobación de los Planes Reguladores
Comunales, los cambios de uso de suelo, las Ordenanzas Municipales y las
autorizaciones sobre instalación de infraestructura mayor, pavimentaciones, publicidad,
propaganda y cobro por bienes nacionales de uso público.
Creemos que ha llegado la hora de reestructurar, democratizar y robustecer el poder de
las Juntas de Vecinos, asignándoles nuevas tareas en materias de seguridad pública, en
la administración de la infraestructura deportiva vecinal, en la focalización de planes de
empleo para jóvenes, en la ejecución de programas de educación cívica, rehabilitación
de personas adictas al alcohol y a las drogas y planes preventivos en zonas de riesgo y
vulnerabilidad social. Junto con ello se debe reconocer la importancia de otras
organizaciones locales como grupos parroquiales de las distintas iglesias, clubes
deportivos, asociaciones de la tercera edad o de mujeres jefas de hogar. Apoyar esta
diversidad de agrupaciones locales es una tarea pendiente y un nuevo y efectivo camino
de cambio.
El histórico, cultural e interesado rechazo de la derecha a las organizaciones laborales
de trabajadores, a los gremios de profesionales, a las asociaciones de consumidores, a
las ONG y a los grupos ambientalistas, está plasmado en la legislación nacional, que en
lo verdaderamente importante, no ha experimentado cambios durante los 20 años de
gobiernos de la Concertación.
Camufladas detrás de una supuesta defensa de la libertad de afiliación, desde la
dictadura concibieron normas jurídicas que debilitaran la multiplicidad de entidades
sectoriales, temáticas, culturales y de los trabajadores.
Por décadas esas organizaciones fueron parte esencial de nuestra vida social y política,
como lo son actualmente en todos los países democráticos. Pero en Chile recuerdan un
pasado del que la Concertación ha decidido alejarse.
Estimamos urgente promover una reforma legal que promueva las organizaciones
sindicales, fortalezca las afiliaciones y haga posible que tengan autonomía financiera.
Solo así podrán independizarse de las estructuras del poder político y participar en la
democracia como un actor respetado y representativo. Un nuevo sindicalismo y una
nueva generación de dirigentes, deberán abrirse paso a pesar de los obstáculos, las
marginaciones y el desprestigio que los ha precedido.
Los colegios profesionales deben recuperar un rol supervisor de la ética de sus
integrantes. Hoy conservan sobre este aspecto una facultad nominal, ya que las
consecuencias de las sanciones aplicadas se circunscriben al gremio, pero no inhabilitan
al afectado para ejercer la profesión en la sociedad.
La participación ciudadana también debe ser contemplada, ampliada o fortalecida en
diversos temas y actividades de nuestro país.
Las organizaciones de consumidores deben ser estimuladas por la legislación, las
acciones de clase deben tener procedimientos expeditos y costos asumidos por los
infractores de la ley del consumidor, los usuarios deben tener información y peso en los
procesos de fijación de tarifas de los servicios públicos, que hoy los reconocen de una
manera nominal.
Los pacientes deben tener mecanismos efectivos de denuncia y reclamo por la
oportunidad y calidad de la atención de salud pública y privada. Los padres deben poder
recurrir a una superintendencia de educación frente a los abusos del sistema
educacional, municipal, privado o subvencionado. De igual manera, los estudiantes
universitarios y sus apoderados deben tener una instancia de reclamo que impida las
alzas injustificadas de costos, los contratos de adhesión y la extensión artificial de
muchas carreras, práctica que se ha ido generalizando en muchas universidades.
En definitiva, este documento es una invitación abierta a una reflexión colectiva que
pueda servir para construir una acción política con ideas, en la que cada persona pueda
participar, hasta llegar a constituir una nueva mayoría. Un proyecto de centro izquierda
y una fuerza política que pretende encarnarlo y que se propone nunca distanciarse de los
anhelos de participación de los chilenos. Porque es parte principal de su justificación
histórica y una marca distintiva de su verdadera identidad.
OCEANOS AZULES
Santiago de Chile, Enero de 2011
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