domingo, diciembre 12, 2010

La política del episodio. Jorge Navarrete


LO CONFIESO: ¡Quiero que se acabe ya! Cuento los días para que termine el 2010. La sacudida de uno de los peores terremotos de nuestra historia, al drama que significó la vigilia de 33 mineros que estaban literalmente enterrados en vida, o el accidente de autobús que nos dejó una veintena de víctimas fatales, y para qué decir el incendio que cobró la vida a 81 reclusos en la cárcel de San Miguel son sólo algunos de los sucesos que enlutaron las celebraciones de nuestro Bicentenario.

Por otra parte, sin embargo, tengo miedo a que la llegada del próximo año contribuya al olvido de las lecciones que debemos sacar con motivo de estas tragedias. En efecto, hay denominadores comunes en la mayoría de estos acontecimientos: simbolizaron, con inusitada crudeza, un problema mayor y generalizado; por lo mismo, eran evitables, y sus principales víctimas fueron gente modesta. Quizás si sólo la ocurrencia de un cataclismo es de aquellas cosas que no estamos en condiciones de prevenir, sigue siendo cierto que, hoy por hoy, el calvario de sus secuelas se cierne casi exclusivamente sobre los ciudadanos más pobres.
Y aunque intentar responsabilizar al actual gobierno me parece mezquino, cuando no arbitrario, sí hay cosas que me preocupan en la forma y el estilo con que se abordan estas cuestiones. A ratos nuestras autoridades parecieran no entender la naturaleza de los problemas que han tenido que enfrentar, donde confunden los síntomas con las causas, y se desvelan por comunicacionalmente mostrarse prestos, en intervenciones cuya parafernalia inicial es inversamente proporcional a la perseverancia que se requiere para evitar que estos acontecimientos se repitan en el futuro.
Así, por ejemplo, nadie pone en duda la eficacia mostrada por el gobierno para rescatar a los trabajadores atrapados en la mina San José, pero ¿cuáles son las medidas legislativas o administrativas que la actual administración ha propuesto para asegurar mayores condiciones de seguridad y dignidad laboral en nuestra pequeña y mediana minería? Si la mitad del esfuerzo comunicacional que se puso en esta operación se hubiera destinado a las tareas de reconstrucción, a nueve meses de la tragedia ¿seguirían viviendo miles de compatriotas en aldeas y campamentos, sin electricidad o alcantarillado?
Con bombos y platillos se anunció el fin de la huelga de los comuneros mapuches, ¿pero qué ha pasado desde esa fecha y cómo se condice la tan mentada recuperación del diálogo y las confianzas con la paliza que se le propinó a un puñado de Rapa Nui en Isla de Pascua? Otro tanto podríamos decir sobre el hacinamiento carcelario, donde -pese al silencio que han mantenido por estos días- algo tendrán que decir quienes solamente abogan por "trancar la puerta giratoria", aumentar las penas y no poner tanta atención en "los derechos o garantías de los delincuentes". Y así, suma y sigue.
La nueva forma de gobernar parece haber devenido en la política del evento, donde se anuncian variadas revoluciones, las que -sea por el resquicio de la letra chica o por confundir urgencia con fugacidad- se sostienen sólo hasta que ocurre el próximo episodio.