Conflicto de intereses. Juan P. Cardenas
Desde que en México se pronunciara la frase de que “un político pobre es un pobre político”, es ya frecuente que en todo el mundo surjan candidatos multimillonarios que se imponen en los partidos políticos y en elecciones. En tiempos pretéritos se consideraba poco menos que imposible que “un nuevo rico” fuese aceptado en los ámbitos siempre cupulares que la política reservaba para los integrantes de las buenas familias, dispuestos incluso a perder riquezas y herencias en el llamado servicio público. Los pobres y los trabajadores desconfiaban de quienes tenían u ostentaban mucha riqueza, volcándose, de preferencia, en favor de los referentes de izquierda. A excepción, por cierto, de ese porcentaje de indigentes e ignorantes que siempre fueron acarreados a las urnas y fueron objeto del cohecho abierto o solapado.....El pueblo apreciaba los candidatos sobrios que se movilizaban sin las estridencias actuales. Recién iniciada nuestra desbaratada Transición a la Democracia, varios parlamentarios fueron lapidados en las poblaciones por sus lujosos autos o manera de vestir. Nos acordamos, por ejemplo, de cuánto celebraban los electores a aquellos dirigentes que concurrían a restoranes populares y continuaban viviendo en sus mismas casas con la sobriedad exigida a quienes se supone comprometidos en un verdadero apostolado social. El recuerdo nos lleva a la candidatura a diputado de don Bernardo Leighton, quien obtuvo una enorme votación sin dinero ni propaganda, pero con muchos valores que transmitir en los “puerta a puerta” de entonces, en el contacto estrecho y permanente con el pueblo.
Hoy se estima que para ser senador al menos hay que gastarse un millón de dólares, cuanto un tercio o la mitad para integrar la Cámara Baja. Asimismo, se asume que quien quiera resultar elegido Presidente de la República debe multiplicar por lo menos en 50 veces el monto de su caja electoral. Los que no reúnen estas cifras, finalmente sólo se hacen comparsa de los ganadores, porque efectivamente en la carrera electoral de muy poco sirven otros atributos del pasado, como la oratoria y los idearios. En toda esta realidad, entonces, es que tiene aliento la corrupción, la falta de prioridad y el desastroso balance de los partidos. Como que la dilecta preocupación de quienes han accedido a los últimos gobiernos es ganarse un cupo político vitalicio, acrecentar su propio peculio y alimentar la voracidad de sus operadores políticos.
Con todos sus talentos y aptitudes, Sebastián Piñera no escapa a lo que señalamos. Desde que se le ocurrió ingresar a la política, tuvo que pagar caro sus rápidos ascensos hasta imponerse como el candidato común de un conglomerado en que al menos la mitad de sus integrantes desconfiaba de sus buenos propósitos y conductas. Pero al final salió con la suya, porque no había nadie que le compitiera realmente en solvencia pecuniaria y, desde luego, audacia. Aunque hay que reconocer que en su triunfo mucho tiene que ver el desbarajuste propio de la Concertación oficialista y la irrupción de candidatos que desordenaron la pactada correlación de fuerzas. De seguro que Piñera ganó, también, gracias a esa esperanza que muchos tienen en que un millonario en el poder ya no buscará enriquecerse más. Quizás porque han olvidado aquello de que “es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja”. O de que no se puede servir a dos señores a la vez. O de lo difícil que resulta navegar en aguas encontradas…
Máximas todas que hablan de la dificultad, mas no de imposibilidad. Por lo que, en una de esas, se produce el milagro y no descubrimos conflictos de interés alguno en su gestión, pese a lo pedregoso que ha resultado su itinerario de desprenderse de ciertas propiedades y otros valores. Y a pesar de lo lejos que estamos, de aquella drástica advertencia que le hizo el Maestro a uno de los empresarios prósperos de la época: “Reparte todos tus bienes entre los pobres y sígueme”.
R.UCHile.[+/-] Seguir Leyendo...
Hoy se estima que para ser senador al menos hay que gastarse un millón de dólares, cuanto un tercio o la mitad para integrar la Cámara Baja. Asimismo, se asume que quien quiera resultar elegido Presidente de la República debe multiplicar por lo menos en 50 veces el monto de su caja electoral. Los que no reúnen estas cifras, finalmente sólo se hacen comparsa de los ganadores, porque efectivamente en la carrera electoral de muy poco sirven otros atributos del pasado, como la oratoria y los idearios. En toda esta realidad, entonces, es que tiene aliento la corrupción, la falta de prioridad y el desastroso balance de los partidos. Como que la dilecta preocupación de quienes han accedido a los últimos gobiernos es ganarse un cupo político vitalicio, acrecentar su propio peculio y alimentar la voracidad de sus operadores políticos.
Con todos sus talentos y aptitudes, Sebastián Piñera no escapa a lo que señalamos. Desde que se le ocurrió ingresar a la política, tuvo que pagar caro sus rápidos ascensos hasta imponerse como el candidato común de un conglomerado en que al menos la mitad de sus integrantes desconfiaba de sus buenos propósitos y conductas. Pero al final salió con la suya, porque no había nadie que le compitiera realmente en solvencia pecuniaria y, desde luego, audacia. Aunque hay que reconocer que en su triunfo mucho tiene que ver el desbarajuste propio de la Concertación oficialista y la irrupción de candidatos que desordenaron la pactada correlación de fuerzas. De seguro que Piñera ganó, también, gracias a esa esperanza que muchos tienen en que un millonario en el poder ya no buscará enriquecerse más. Quizás porque han olvidado aquello de que “es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja”. O de que no se puede servir a dos señores a la vez. O de lo difícil que resulta navegar en aguas encontradas…
Máximas todas que hablan de la dificultad, mas no de imposibilidad. Por lo que, en una de esas, se produce el milagro y no descubrimos conflictos de interés alguno en su gestión, pese a lo pedregoso que ha resultado su itinerario de desprenderse de ciertas propiedades y otros valores. Y a pesar de lo lejos que estamos, de aquella drástica advertencia que le hizo el Maestro a uno de los empresarios prósperos de la época: “Reparte todos tus bienes entre los pobres y sígueme”.
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