Predadores en la Iglesia . Carlos Peña
El 20 de marzo, Benedicto XVI dirigió una carta a los católicos de Irlanda. En ella se refiere a la actitud de algunos obispos frente a las denuncias de abusos a menores:
"Se cometieron graves errores de juicio y hubo fallos de dirección", escribió el Papa.
Benedicto aludía así al silencio que la Iglesia guardó frente a las denuncias que llegaron a sus oídos. En vez de proteger a los niños, la Iglesia de Irlanda, a través de su obispo John Magee, hoy dimitido, encubrió los abusos para evitar el escándalo.
Esa conducta -que el Papa condena- no es exclusiva de Irlanda. También se la conoce en Chile, donde los actos de abuso se han tratado más como un pecado digno de comprensión y susceptible de enmienda, que como un crimen que merece castigo; más como una mancha que se puede lavar en el confesionario, que como un delito que debe purgarse en la cárcel; como el acto de una oveja descarriada en vez del ataque de un lobo. El caso más notorio -debe haber otros- es el de monseñor Francisco José Cox, cuya conducta impropia se trató con eufemismos ("afectuosidad exuberante" la llamó el cardenal Errázuriz).
Y nadie dijo nada.....Pero, desgraciadamente, el sigilo con que la Iglesia trata estos asuntos -es de esperar que luego de la carta de Benedicto las cosas cambien, por el bien de quienes confían a la Iglesia la educación de sus hijos- también habría sido la regla de la conducta de quien hoy es Papa.
Lawrence Murphy abusó durante años de unos doscientos niños sordos en Wisconsin. Leer las declaraciones de los niños da escalofríos. Los niños se abrazaban, se tapaban con frazadas y sollozaban juntos cuando el padre Murphy cometía los abusos. La condición de los niños -no podían comunicarse- aseguraba la impunidad del abusador. El Times afirma que tres obispos supieron y no dijeron nada, y The New York Times asegura que el caso llegó a oídos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo prefecto era el hoy Papa; pero se habría decidido suspender todo castigo luego que Murphy -en una carta cuyo facsímil publica ese diario-- reclamó estar arrepentido y demasiado viejo para recibir castigo.
El Vaticano ha defendido a Ratzinger de la acusación de lenidad, y es probable que él no sea culpable de la impunidad de Murphy, la indefensión de esos niños y el sufrimiento de sus padres. Después de todo, fue gracias a Ratzinger que Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios -uno de los que el New York Times llama predadores- quedó al descubierto, al extremo de que hoy incluso los miembros del Regnum Christi, que durante décadas lo consideraron un santo y un modelo de vida, reconocen -era que no- que ese cura abusador, pícaro y falso no merecía, después de todo, tanta adoración.
Por supuesto, si todos estos casos fueran cuestiones privadas, asuntos relativos a la conciencia adulta de cada uno, no habría ningún problema. Pero ocurre que la Iglesia -la misma que ha mantenido sigilo y secreto frente a los abusos de personas indefensas- gestiona en Chile una parte importante del sistema escolar y recibe subvenciones públicas. La ciudadanía -no sólo los creyentes- tiene entonces todo el derecho de exigir de parte de la Iglesia un compromiso de actuar con el rigor que el Papa aconseja, sin ocultar a la autoridad pública nada y sin relativizar el asunto ante los medios, como tantas veces; no hay que olvidarlo, ha ocurrido.
Es verdad que pederastas hay en todos lados; pero cuando aparecen en una Iglesia, o en una escuela manejada por la Iglesia, es difícil que el asunto sea peor: ambas son instituciones totales, lugares en los que el cuerpo y el alma de los niños quedan a merced de quienes las conducen.
Y hay que tener cuidado, porque en la Iglesia hay teólogos brillantes y escrupulosos como Ratzinger, y curas sencillos y honestos; pero también andan sueltos incontinentes como Cox, predadores como Marcial Maciel y Lawrence Murphy, o sujetos débiles y cobardes como el obispo Magee. [+/-] Seguir Leyendo...
"Se cometieron graves errores de juicio y hubo fallos de dirección", escribió el Papa.
Benedicto aludía así al silencio que la Iglesia guardó frente a las denuncias que llegaron a sus oídos. En vez de proteger a los niños, la Iglesia de Irlanda, a través de su obispo John Magee, hoy dimitido, encubrió los abusos para evitar el escándalo.
Esa conducta -que el Papa condena- no es exclusiva de Irlanda. También se la conoce en Chile, donde los actos de abuso se han tratado más como un pecado digno de comprensión y susceptible de enmienda, que como un crimen que merece castigo; más como una mancha que se puede lavar en el confesionario, que como un delito que debe purgarse en la cárcel; como el acto de una oveja descarriada en vez del ataque de un lobo. El caso más notorio -debe haber otros- es el de monseñor Francisco José Cox, cuya conducta impropia se trató con eufemismos ("afectuosidad exuberante" la llamó el cardenal Errázuriz).
Y nadie dijo nada.....Pero, desgraciadamente, el sigilo con que la Iglesia trata estos asuntos -es de esperar que luego de la carta de Benedicto las cosas cambien, por el bien de quienes confían a la Iglesia la educación de sus hijos- también habría sido la regla de la conducta de quien hoy es Papa.
Lawrence Murphy abusó durante años de unos doscientos niños sordos en Wisconsin. Leer las declaraciones de los niños da escalofríos. Los niños se abrazaban, se tapaban con frazadas y sollozaban juntos cuando el padre Murphy cometía los abusos. La condición de los niños -no podían comunicarse- aseguraba la impunidad del abusador. El Times afirma que tres obispos supieron y no dijeron nada, y The New York Times asegura que el caso llegó a oídos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo prefecto era el hoy Papa; pero se habría decidido suspender todo castigo luego que Murphy -en una carta cuyo facsímil publica ese diario-- reclamó estar arrepentido y demasiado viejo para recibir castigo.
El Vaticano ha defendido a Ratzinger de la acusación de lenidad, y es probable que él no sea culpable de la impunidad de Murphy, la indefensión de esos niños y el sufrimiento de sus padres. Después de todo, fue gracias a Ratzinger que Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios -uno de los que el New York Times llama predadores- quedó al descubierto, al extremo de que hoy incluso los miembros del Regnum Christi, que durante décadas lo consideraron un santo y un modelo de vida, reconocen -era que no- que ese cura abusador, pícaro y falso no merecía, después de todo, tanta adoración.
Por supuesto, si todos estos casos fueran cuestiones privadas, asuntos relativos a la conciencia adulta de cada uno, no habría ningún problema. Pero ocurre que la Iglesia -la misma que ha mantenido sigilo y secreto frente a los abusos de personas indefensas- gestiona en Chile una parte importante del sistema escolar y recibe subvenciones públicas. La ciudadanía -no sólo los creyentes- tiene entonces todo el derecho de exigir de parte de la Iglesia un compromiso de actuar con el rigor que el Papa aconseja, sin ocultar a la autoridad pública nada y sin relativizar el asunto ante los medios, como tantas veces; no hay que olvidarlo, ha ocurrido.
Es verdad que pederastas hay en todos lados; pero cuando aparecen en una Iglesia, o en una escuela manejada por la Iglesia, es difícil que el asunto sea peor: ambas son instituciones totales, lugares en los que el cuerpo y el alma de los niños quedan a merced de quienes las conducen.
Y hay que tener cuidado, porque en la Iglesia hay teólogos brillantes y escrupulosos como Ratzinger, y curas sencillos y honestos; pero también andan sueltos incontinentes como Cox, predadores como Marcial Maciel y Lawrence Murphy, o sujetos débiles y cobardes como el obispo Magee. [+/-] Seguir Leyendo...
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