martes, enero 12, 2010

La delincuencia y su utilización política. Por José Galiano Haensch

Que Usted y su familia y muchas personas nunca hayan delinquido y que, en cambio, miles incurran con frecuencia en actos ilícitos no significa que “el mundo esté dividido entre buenos y malos”, ni menos que sólo dependa de cada uno estar entre los honestos o los delincuentes.
El libre albedrío es atributo de todos, pero los espacios de maniobra de la voluntad son muy heterogéneos y, en algunos casos, excesivamente estrechos.
Pero es necesario insistir sobre el tema jurídico-social, que abruma por su publicidad y decepciona por la liviandad de sus comentarios.

Quienes tenemos la suerte de sentirnos ubicados entre los lícitos no estamos por méritos personales. Sólo hemos colaborado en una proporción insignificante para integrar el ventajoso “bando de los buenos”, si así pudiera llamarse esta afortunada condición......Afortunada porque si el aporte genético de nuestros ascendientes hubiera sido distinto, si no hubiéramos recibido la bondadosa ternura de la madre que nos tocó, si nos hubiera faltado el cariño familiar, el mensaje del maestro que nos comprendió o el afecto del amigo con que siempre contamos, si hubiésemos crecido en un ambiente social diferente y si en nuestra juventud nos hubiéramos visto acosados por la arbitrariedad, la injusticia, la crueldad o la desgracia, en fin, si desde la infancia hubiésemos experimentado el temor, la angustia, el hambre o la humillación, nadie podría habernos pronosticado que no integraríamos algún día el contingente de la delincuencia.

En Chile, el delicado problema social y antropológico que culmina en el delito ha sido tema recurrente en el escenario político desde los inicios del período posdictatorial y los medios han logrado ubicarlo en el primer plano de la preocupación nacional.
La intervención directa y personal del dueño de la mayor red periodística del país en relación con los efectos de la delincuencia no fue ocasional. Surgió de un delito de secuestro del que fue víctima su familia.

Pero es lamentable que Paz Ciudadana haya abordado el tema sólo desde la perspectiva de sus consecuencias y no de sus causas.

Sin asumirlo abiertamente como un dogma -sería una aberración científica grotesca-, la opinión conservadora o tradicional suele enfocar el fenómeno delictual como si fuera una debilidad de las democracias, cuyo mensaje pluralista, consensual, tolerante y humanitario se proyectaría como toldo de indulgencia a favor de los delincuentes.
El candidato de la derecha, Sebastián Piñera, ha teatralizado su anti-delincuencia, dejando en el ambiente una cierta sospecha contra sus competidores, contra el gobierno e incluso contra los tribunales, como si en alguna medida todos ellos estuvieran por consolidar una suerte de mercado ilícito, cuyos agentes deben estar presos para no perturbar el mercado legítimo. ¿En qué consiste la política conservadora en esta inveterada realidad histórica y social?

El discurso ha sido reiterativo y claro, pero demasiado simple: acentuar la severidad de las penas, eliminar los beneficios procesales propios del derecho a la presunción de inocencia, reducir drásticamente las formas sustitutivas del cumplimiento de las penas privativas de libertad y derogar la prerrogativa presidencial del indulto.
Restablecer -en el siglo XXI- la finalidad de la prensa, fundada en el escarmiento, mediante una sentencia severa y rápida y en la advertencia del rigor a eventuales delincuentes del futuro. Para los innovadores profanos en derecho, “aislando o eliminando a los delincuentes se acaban los delitos”.

Pero esto, obviamente, no constituye una política contra la delincuencia, sino una política de seguridad para impedir posibles reincidencias. La obsesiva inmediatez de su pragmatismo oculta un dato: la delincuencia no es un fenómeno estático, sino discurrente.
Nace en la fuente estructural de la sociedad y si ésta no cambia, su crecimiento vegetativo genera proporcionalmente el crecimiento cuantitativo de propensos a la delincuencia.

La humanidad lleva más de 2 mil años tratando de abordar la prevención del delito y el tratamiento del delincuente.
A su estudio y solución concurren en los dos últimos siglos no sólo juristas, sino antropólogos, siquiatras, sociólogos, sicoanalistas y criminólogos, aparte de los sorprendentes descubrimientos aportados en las últimas décadas por la citogénesis y la neuropatología, cuyos avances están desplazando al derecho y a la moral del campo de estudio relativo a las conductas humanas.

Es posible que, en menos de dos décadas, se adquiera el convencimiento de que condenar a presidio a un homicida sea tan absurdo como encarcelar a un tuberculoso, a un hepático o a un enfermo de cólera o de peste bubónica.
La constatación de los elementos celulares en que están radicados los instintos de la codicia, el odio, la lujuria, el engaño y la violencia, nos hará comprender que las penas de presidio y de muerte -aplicadas aún en el siglo XXI- revelan tanta estupidez como haber quemado en la hoguera a heréticos y dementes hasta hace apenas tres siglos.

Quien aspira a ser estadista debería comprender que el progreso de la ciencia no conduce sólo a perfeccionar las cosas, sino a ennoblecer al hombre.
Y así como los enfermos no se aíslan solamente para evitar el contagio, sino para sanarlos, los delincuentes no pueden ser privados de su libertad con el único objeto de evitar que dañen a otros, sino y principalmente para que logren curar las perturbaciones del espíritu y conseguir la normalidad de las conductas.

En las ediciones del 10 de junio de 1969 y el 11 de diciembre de 1970 -hace 40 años-, El Mercurio de Santiago publicó entre muchos más dos artículos del destacado criminólogo Marco González Berendique.
En ellos informaba sobre los avances de la ciencia criminológica y la evidencia de la responsabilidad de las sociedades en las conductas delictuales.

Después de esa época sólo hubo espacio para las políticas de rigor, el viejo estilo inspirado en el escarmiento sirvió para encubrir las atroces violaciones de los derechos humanos contra los opositores como si fueran delincuentes, y contra los delincuentes como si fueran opositores -sin forma de juicio- ni más evidencia que la voluntad del dictador.
Lamentablemente, 20 años de transición a la democracia no han sido suficientes para recuperar el curso de la ciencia en una de las materias más sustanciales del humanismo.

Es de esperar que los medios contribuyan a rescatar la seriedad de su estudio y a desvirtuar las consignas con que se pretende convencer que a mayor sufrimiento de los infractores habrá menos personas que se atrevan a delinquir.
Es inexplicable que una persona que aspira a la Presidencia reproche audazmente a los expertos sobre una materia que desconoce.
No existen los sabihondos universales. Lo grave de la ignorancia es no darse cuenta de las extensas áreas del conocimiento humano a las que no se ha tenido acceso
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