Expuestos al escrutinio público. Victor Maldonado
El tema de la “guerra sucia”
Una de las pruebas más exigentes que afronta cualquier candidato presidencial es la exposición pública de su vida en las más diversas facetas.
No se trata de una característica nacional sino de toda democracia contemporánea. Incluso se puede decir que en nuestro país nos hemos desinhibido con más retraso que en las democracias más consolidadas. Una especie de pacto no escrito ha establecido entre nosotros la existencia de un espacio de la vida privada se ha de respetar a los otros, para que los otros la respeten en reciprocidad. Con el tiempo, este espacio reconocido se ha ido restringiendo.
Como sea, cualquier candidato presidencial sabe que, desde el momento que declara sus intenciones de llegar a La Moneda, es como si diera una “orden amplia de investigar” sobre sí mismo a amigos y adversarios. Los primeros con la intención de precaverse de cualquier problema, y los adversarios con la intención de causarle problemas.
Muy pocas personas están dispuestas a pasar por semejante experiencia. La perdida de intimidad en tan alto grado es una prueba muy dura. Pero el que se presenta como candidato presidencial, por ese solo hecho, ya ha aceptado las reglas del juego y no puede quejarse, con justicia, de que ellas se les apliquen durante todo el tiempo que dura la competencia y más allá.
Todavía menos puede alguien esperar que la competencia democrática sea un camino de una sola vía. Es decir, que sea él quien tenga licencia para decirle a los demás lo que le venga en gana, pero que no acepte –en una queja continua- que los otros le devuelvan el trato recibido con igual entusiasmo.
Sin embargo, todo tiene su límite. Constantemente se hace referencia a la “guerra sucia” y, efectivamente ella existe y se la puede distinguir claramente de un debate cívico sano.
En efecto, la guerra sucia se caracteriza por el uso ilícito de tres prácticas políticas reprochables.
La principal práctica de una guerra sucia -en relación el historial de un candidato- es la presentación sesgada de hechos y declaraciones. Es bien sabido que el recorte o la intervención de imágenes o textos puede hacer que una persona cualquiera aparezca como diciendo casi cualquier cosa.
Como se ha repetido infinidad de veces, frases sueltas, sacadas de contexto o truncas, pueden hacer decir a la Biblia “Dios no existe”. Claro, la frase se puede encontrar, pero se ha hecho un uso abusivo de ella, rompiendo toda norma ética.
Esta es una de las prácticas más reprochables que se puede encontrar en el ejercicio de una política degradada. Se consiguen las “victorias” más sorprendentes cuando se le atribuye a un personaje público unas opiniones tan desquiciadas (que, por supuesto, nunca ha emitido del modo como se muestran) y luego se presenta el propio victimario como la imagen misma del buen criterio, y como alguien que sabe poner al otro en su lugar.
En otras palabras, se fabrica un mono de paja, se le pone el nombre de alguien odiado y luego ya se puede otro ensañar con él.
Cuando verdad y mentira van juntas
La segunda práctica de este tipo de guerra sucia es el uso de la insinuación maliciosa. Se puede decir las peores cosas de un político sin llegar a la acusación formal y responsable. Como todos sabemos, las líneas de palabras pueden decir mucho, pero las entrelíneas pueden decir todavía más.
Este recurso es aún peor que el anterior. Porque el primero es dañino, pero burdo. Finalmente puede ser desenmascarado. Es un arma para cobardes. Pero esta otra es un instrumento de sibilinos o de intrigantes.
Lo que hace este tipo de personajes es acomodar información comprobable y verídica en un contexto y una interpretación tan envenenadas que cambia el significado de los hechos. Lo que antes era y parecía normal, aparece ahora casi como un crimen evidente.
Cuando un sibilino es derrotado en buena ley lo que hace, como ultimo recurso, es insinuar un negociado de por medio, una vida privada inconfesable o la existencia de una mafia capaz de vender a sus madres.
Lo más triste de ver es que el intrigante acusa a los demás de aquello que lo define a él mismo: “hacen cualquier cosa para mantenerse en el poder”, “no entiendo por qué insiste en presentarse al cargo”, y, por supuesto, “todo el mundo sabe que son otros los que deciden”.
La tercera práctica es la introducción de información falsa o que se sostiene sobre la base de informantes de dudosa catadura. Aquí nos encontramos con la maldad llevada al virtuosismo. Esta es el arma de los manipuladores de envergadura. No es apta para el uso de quien tenga el más mínimo escrúpulo. Además, tiene la limitante que solo puede ser usada por embaucadores por suficientes recursos como para operar en gran escala.
Como sea, de lo que se trata en este caso es de armar una trama letal contra una victima, una historia inventada, falsa pero con apariencia de verosimilitud. Y una vez que se la tiene armada por completo, se encomienda a un conjunto de esbirros que busquen elementos que parezcan darle carne y vida a una creación fantasmal pero nada inofensiva.
Este es el recurso favorito de encumbrados personajes que juegan a ser dios, inventan hipótesis malignas respecto a otros, de las que terminan convenciéndose y ordenando que le encuentren pruebas para respaldarla.
Es lícito pedir explicaciones
De modo que la guerra sucia existe. Su existencia es tan real como sus víctimas. Pero, de inmediato hay que decir que no todo emplazamiento público es parte de una guerra sucia solo porque a un líder político lo incomode. Tampoco es lícito que cada vez que carezcamos de buenas respuestas ante actuaciones dudosas, acusemos a los demás de que están tratando de perjudicarnos.
También existen las metidas de pata y los errores propios. Y un buen político se conoce por cómo enfrenta sus deficiencias mucho más que por como celebra cuando le toca triunfar o cuando las cosas van bien.
No toda pregunta es una agresión. Existen los emplazamientos que piden explicar situaciones y que se hacen de un modo correcto. La presentación lícita de una interrogante se caracteriza por la presentación de textos o grabaciones completas y sin cortes; por la ausencia de comentarios sesgados adicionales; por el rechazo a incluir material agregado de dudosa calidad o que provenga de fuentes no identificadas; y, por el abstenerse de atribuir intenciones al interrogado.
Puede que incluso una interrogante trasmigre, es decir, que originalmente sea formulada desde un adversario, en un momento calculado y con las peores intenciones. Pero si auténtica pregunta se instala en la ciudadanía, entonces hay que contestarla de todos modos.
Llegado a este punto no basta con denotar al agresor. Hay que responder al mérito de la cuestión. Puede reconocer el error y pasar a otra cosa. Puede demostrar que lo que parece un error es, en realidad, una opinión fundada y defendible. Puede aclarar que ya no piensa como antes. En cualquier caso, se trata de que sea coherente y sincero consigo mismo.
Porque, si no hace nada de esto; si lo que busca es que pase el tiempo para el olvido o el aburrimiento reemplace a la interrogante, entonces habrá fallado. Y no habrá a quien echarle la culpa.
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Una de las pruebas más exigentes que afronta cualquier candidato presidencial es la exposición pública de su vida en las más diversas facetas.
No se trata de una característica nacional sino de toda democracia contemporánea. Incluso se puede decir que en nuestro país nos hemos desinhibido con más retraso que en las democracias más consolidadas. Una especie de pacto no escrito ha establecido entre nosotros la existencia de un espacio de la vida privada se ha de respetar a los otros, para que los otros la respeten en reciprocidad. Con el tiempo, este espacio reconocido se ha ido restringiendo.
Como sea, cualquier candidato presidencial sabe que, desde el momento que declara sus intenciones de llegar a La Moneda, es como si diera una “orden amplia de investigar” sobre sí mismo a amigos y adversarios. Los primeros con la intención de precaverse de cualquier problema, y los adversarios con la intención de causarle problemas.
Muy pocas personas están dispuestas a pasar por semejante experiencia. La perdida de intimidad en tan alto grado es una prueba muy dura. Pero el que se presenta como candidato presidencial, por ese solo hecho, ya ha aceptado las reglas del juego y no puede quejarse, con justicia, de que ellas se les apliquen durante todo el tiempo que dura la competencia y más allá.
Todavía menos puede alguien esperar que la competencia democrática sea un camino de una sola vía. Es decir, que sea él quien tenga licencia para decirle a los demás lo que le venga en gana, pero que no acepte –en una queja continua- que los otros le devuelvan el trato recibido con igual entusiasmo.
Sin embargo, todo tiene su límite. Constantemente se hace referencia a la “guerra sucia” y, efectivamente ella existe y se la puede distinguir claramente de un debate cívico sano.
En efecto, la guerra sucia se caracteriza por el uso ilícito de tres prácticas políticas reprochables.
La principal práctica de una guerra sucia -en relación el historial de un candidato- es la presentación sesgada de hechos y declaraciones. Es bien sabido que el recorte o la intervención de imágenes o textos puede hacer que una persona cualquiera aparezca como diciendo casi cualquier cosa.
Como se ha repetido infinidad de veces, frases sueltas, sacadas de contexto o truncas, pueden hacer decir a la Biblia “Dios no existe”. Claro, la frase se puede encontrar, pero se ha hecho un uso abusivo de ella, rompiendo toda norma ética.
Esta es una de las prácticas más reprochables que se puede encontrar en el ejercicio de una política degradada. Se consiguen las “victorias” más sorprendentes cuando se le atribuye a un personaje público unas opiniones tan desquiciadas (que, por supuesto, nunca ha emitido del modo como se muestran) y luego se presenta el propio victimario como la imagen misma del buen criterio, y como alguien que sabe poner al otro en su lugar.
En otras palabras, se fabrica un mono de paja, se le pone el nombre de alguien odiado y luego ya se puede otro ensañar con él.
Cuando verdad y mentira van juntas
La segunda práctica de este tipo de guerra sucia es el uso de la insinuación maliciosa. Se puede decir las peores cosas de un político sin llegar a la acusación formal y responsable. Como todos sabemos, las líneas de palabras pueden decir mucho, pero las entrelíneas pueden decir todavía más.
Este recurso es aún peor que el anterior. Porque el primero es dañino, pero burdo. Finalmente puede ser desenmascarado. Es un arma para cobardes. Pero esta otra es un instrumento de sibilinos o de intrigantes.
Lo que hace este tipo de personajes es acomodar información comprobable y verídica en un contexto y una interpretación tan envenenadas que cambia el significado de los hechos. Lo que antes era y parecía normal, aparece ahora casi como un crimen evidente.
Cuando un sibilino es derrotado en buena ley lo que hace, como ultimo recurso, es insinuar un negociado de por medio, una vida privada inconfesable o la existencia de una mafia capaz de vender a sus madres.
Lo más triste de ver es que el intrigante acusa a los demás de aquello que lo define a él mismo: “hacen cualquier cosa para mantenerse en el poder”, “no entiendo por qué insiste en presentarse al cargo”, y, por supuesto, “todo el mundo sabe que son otros los que deciden”.
La tercera práctica es la introducción de información falsa o que se sostiene sobre la base de informantes de dudosa catadura. Aquí nos encontramos con la maldad llevada al virtuosismo. Esta es el arma de los manipuladores de envergadura. No es apta para el uso de quien tenga el más mínimo escrúpulo. Además, tiene la limitante que solo puede ser usada por embaucadores por suficientes recursos como para operar en gran escala.
Como sea, de lo que se trata en este caso es de armar una trama letal contra una victima, una historia inventada, falsa pero con apariencia de verosimilitud. Y una vez que se la tiene armada por completo, se encomienda a un conjunto de esbirros que busquen elementos que parezcan darle carne y vida a una creación fantasmal pero nada inofensiva.
Este es el recurso favorito de encumbrados personajes que juegan a ser dios, inventan hipótesis malignas respecto a otros, de las que terminan convenciéndose y ordenando que le encuentren pruebas para respaldarla.
Es lícito pedir explicaciones
De modo que la guerra sucia existe. Su existencia es tan real como sus víctimas. Pero, de inmediato hay que decir que no todo emplazamiento público es parte de una guerra sucia solo porque a un líder político lo incomode. Tampoco es lícito que cada vez que carezcamos de buenas respuestas ante actuaciones dudosas, acusemos a los demás de que están tratando de perjudicarnos.
También existen las metidas de pata y los errores propios. Y un buen político se conoce por cómo enfrenta sus deficiencias mucho más que por como celebra cuando le toca triunfar o cuando las cosas van bien.
No toda pregunta es una agresión. Existen los emplazamientos que piden explicar situaciones y que se hacen de un modo correcto. La presentación lícita de una interrogante se caracteriza por la presentación de textos o grabaciones completas y sin cortes; por la ausencia de comentarios sesgados adicionales; por el rechazo a incluir material agregado de dudosa calidad o que provenga de fuentes no identificadas; y, por el abstenerse de atribuir intenciones al interrogado.
Puede que incluso una interrogante trasmigre, es decir, que originalmente sea formulada desde un adversario, en un momento calculado y con las peores intenciones. Pero si auténtica pregunta se instala en la ciudadanía, entonces hay que contestarla de todos modos.
Llegado a este punto no basta con denotar al agresor. Hay que responder al mérito de la cuestión. Puede reconocer el error y pasar a otra cosa. Puede demostrar que lo que parece un error es, en realidad, una opinión fundada y defendible. Puede aclarar que ya no piensa como antes. En cualquier caso, se trata de que sea coherente y sincero consigo mismo.
Porque, si no hace nada de esto; si lo que busca es que pase el tiempo para el olvido o el aburrimiento reemplace a la interrogante, entonces habrá fallado. Y no habrá a quien echarle la culpa.
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