viernes, septiembre 04, 2009

Conversaciones de amigos. Cristián Warnken


¿Cómo seguir conversando con un amigo muerto? Me lo pregunto a mí mismo apenas salgo de una iglesia de Reñaca donde hace poco se ha despedido a un hombre que cultivaba dos pasiones ya en desuso: leer y conversar. Ahí está como siempre el mar en las rompientes, y una brisa tibia nos envuelve, pero nada nos parece real ahora, porque la voz del amigo ya no dice las cosas por su nombre y su fino humor no acaricia ya el mundo. Todo está desabrigado, expuesto a una intemperie que hiere. Los grandes amigos nos protegen del exceso de realidad, del espanto que acecha en cada esquina, agazapado, y no sólo “nos despiertan a la dicha”, como dijera el sabio Epicuro. En verdad, nos envuelven en un sueño del que no debiéramos despertar nunca, un sueño profundo y a la vez leve donde somos lo mejor de nosotros mismos, libres de ataduras y máscaras, como en el país de la infancia. Ha muerto mi amigo Pierre Jacomet, y yo no quiero que la primavera se adelante con su fiesta insolente. Que los cerezos se demoren en estallar, que el sol no se levante antes de tiempo. Que la noche y el invierno permanezcan hasta que podamos estar preparados para ver la luz de frente otra vez, sin que la nostalgia nos devore por dentro. Porque no es cosa de andar por la vida perdiendo amigos como éste. ¡Qué es esto de dejar las conversaciones a medio empezar!Mi amigo conversaba. Pero no conversaba como muchos que sostienen un parloteo incesante y vacío. No. Mi amigo conversaba con arte, fluía de una frase a otra igual que un músico que recorre una melodía que quiere interpretar como única e inolvidable. Su fraseo lo tengo aquí en el oído, y sé que no encontraré esa voz y ese tono nunca más, porque éstos desaparecerán como desaparece siempre lo mejor, abrazando con todo su ser y dignidad su fin. Porque un amigo de la calidad de éste no le anda pidiendo treguas a la vida ni a la muerte y se prepara toda la vida para aprender a morir.

Mi amigo leía. No por deber ni por parecer, leía porque una curiosidad infinita lo quemaba por dentro. No había sabido dejar de ser niño, y por eso pudo empezar tarde a escribir y a leer, y los libros que escribió sobre los libros eran los menús de un maître d’hôtel y no las pedanterías de un crítico que nos indigestan el alma. Mi amigo conversaba con los libros y con los lectores y con los mendigos, por anónimos que fueran, y por eso las conversaciones con él eran tan entrañables y por eso yo me equivoqué pensando que eran infinitas.

Mi amigo sabía que “fuimos arrojados a la vida para quedarnos, y estamos de paso”.

Eso me decía mientras reía, porque a mi pregunta sobre la muerte él respondía “no me gustaría ser Pierre Jacomet para la vida eterna…”. “¿No?”—le decía yo—. “No, pero seguramente lo voy a ser”. Y entonces sacaba del sombrero una cita de Borges, del monje zen Dogen o de Aretino, pero no como lucimientos de “cultura”, sino como quien cita a amigos. Porque las citas de Jacomet eran citas de amigos, con amigos. Y por eso su perro más querido se llamaba Platón. Y por eso dedicó sus últimos años a traducir a Montaigne, desde el arduo francés del siglo XVI, sufriendo pesares e insomnios. Sólo un amigo fuera del tiempo hace eso por un amigo de otro siglo, y para sus amigos del futuro, que nunca conocerá. Montaigne perdió a su gran amigo Etienne de La Boétie, con quien cultivaba conversaciones aladas junto a su chimenea en el castillo de Périgord. Fue una pérdida feroz para él, y de ahí nacieron los “Ensayos”, un intento desesperado —bajo un disfraz estoico— de continuar la conversación fuera del tiempo con el amigo muerto. ¿Pero qué haré yo con este mar a mis espaldas y este cielo que duele? Escuchar otra vez la risa de Pierre Jacomet adentro de mí y pensar que se ha ido galopando arriba del “Flaco Manuel”, su caballo indomable de la infancia, hacia el día improbable pero esperado de la resurrección de los amigos.
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