La Deuda de la Concertación. Cecilia Valdes
Los partidos políticos están pasando por uno de los peores momentos de su historia, con un desprestigio transversal, que cuestiona también, compartidamente, el sistema político en su conjunto. A pesar de este diagnóstico, nadie en el mundo político, ni siquiera la coalición gobernante, asume seriamente lo que ha significado no lograr reformar el sistema en Chile.
Gracias a esta displicencia, los nombres de las plantillas parlamentarias se repiten una y otra vez, sin ninguna necesidad de competencias internas para ser electo, las elites de los partidos se eternizan dando vueltas en algunos pocos cargos directivos y se generan y validan otra serie de malas prácticas, que justifican la mala reputación. La crisis institucional se percibe en un horizonte no tan lejano. Las causas de esa displicencia están la vista, candidatos repetidos una y otra.
En Latinoamérica abundan los ejemplos de lo que ocurre sin referentes políticos sólidos: los países caen en las manos de caudillos autoritarios que gobiernan sin ningún contrapeso, los ciudadanos se desorientan y entonces, sin darnos cuenta, se justifican los golpes de Estado. El primer síntoma de esta crisis es el desprestigio de los partidos políticos tradicionales, como ocurrió en Venezuela antes de Chavez o en Perú antes de Fujimori.
La Concertación, como coalición gobernante, tiene la oportunidad histórica de revertir este proceso, atreviéndose a establecer un sistema democrático sólido, de modo de hacerse eco del sentido común ciudadano. Sin embargo, para ello es necesario comprometerse a enfrentar el tema con profundidad y responsabilidad, sustentando la reforma en los principios que contribuyan finalmente a consolidar definitivamente la democracia en Chile. Para ello, hay que utilizar mecanismos que fortalezcan los partidos y no que los debiliten.
El sistema electoral que nos rige ayuda a ese debilitamiento. Cambiarlo puede costar mucho, pues le calza a la actual elite política como un traje a la medida; sin embargo, el sistema binominal ha generado un daño tremendo porque casi imposibilita la renovación de la clase política, lo que impide de manera grotesca que nuevas generaciones participen de ellas, en lo que podríamos llamar “la colusión en la política”.
Otro síntoma de nuestra crisis institucional es la baja participación de las generaciones más jóvenes en política, en especial ejerciendo su derecho a voto. Se estima en 2,5 millones la cantidad de personas que, teniendo derecho a voto no están inscritas en los registros electorales.
Por lo tanto, los nuevos mecanismos deben apuntar a la renovación efectiva de la clase política, para lo que es imprescindible establecer un límite a las reelecciones, especialmente a las de cargos de elección popular.
Pero existe una advertencia a considerar: no basta con establecer elecciones primarias internas en los partidos para evitar la decadencia; hay que reconocer que la reforma del sistema político debe ser completa e integral, para que produzca los efectos que todos esperamos. Es necesario, además, abordar el límite a la reelección de cargos y la reforma del sistema electoral. El cambio que necesitamos es, claramente, un todo y entenderlo parcialmente es una trampa de los que no quieren reformarlo, pero que pretenden vestirse de reformistas frente a la ciudadanía.
No nos engañemos, ni engañemos a la gente; estamos frente a una oportunidad histórica y es nuestra decisión aprovecharla o dejarla pasar. No esperemos una nueva crisis institucional para hacer los cambios que nuestra patria necesita.
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Gracias a esta displicencia, los nombres de las plantillas parlamentarias se repiten una y otra vez, sin ninguna necesidad de competencias internas para ser electo, las elites de los partidos se eternizan dando vueltas en algunos pocos cargos directivos y se generan y validan otra serie de malas prácticas, que justifican la mala reputación. La crisis institucional se percibe en un horizonte no tan lejano. Las causas de esa displicencia están la vista, candidatos repetidos una y otra.
En Latinoamérica abundan los ejemplos de lo que ocurre sin referentes políticos sólidos: los países caen en las manos de caudillos autoritarios que gobiernan sin ningún contrapeso, los ciudadanos se desorientan y entonces, sin darnos cuenta, se justifican los golpes de Estado. El primer síntoma de esta crisis es el desprestigio de los partidos políticos tradicionales, como ocurrió en Venezuela antes de Chavez o en Perú antes de Fujimori.
La Concertación, como coalición gobernante, tiene la oportunidad histórica de revertir este proceso, atreviéndose a establecer un sistema democrático sólido, de modo de hacerse eco del sentido común ciudadano. Sin embargo, para ello es necesario comprometerse a enfrentar el tema con profundidad y responsabilidad, sustentando la reforma en los principios que contribuyan finalmente a consolidar definitivamente la democracia en Chile. Para ello, hay que utilizar mecanismos que fortalezcan los partidos y no que los debiliten.
El sistema electoral que nos rige ayuda a ese debilitamiento. Cambiarlo puede costar mucho, pues le calza a la actual elite política como un traje a la medida; sin embargo, el sistema binominal ha generado un daño tremendo porque casi imposibilita la renovación de la clase política, lo que impide de manera grotesca que nuevas generaciones participen de ellas, en lo que podríamos llamar “la colusión en la política”.
Otro síntoma de nuestra crisis institucional es la baja participación de las generaciones más jóvenes en política, en especial ejerciendo su derecho a voto. Se estima en 2,5 millones la cantidad de personas que, teniendo derecho a voto no están inscritas en los registros electorales.
Por lo tanto, los nuevos mecanismos deben apuntar a la renovación efectiva de la clase política, para lo que es imprescindible establecer un límite a las reelecciones, especialmente a las de cargos de elección popular.
Pero existe una advertencia a considerar: no basta con establecer elecciones primarias internas en los partidos para evitar la decadencia; hay que reconocer que la reforma del sistema político debe ser completa e integral, para que produzca los efectos que todos esperamos. Es necesario, además, abordar el límite a la reelección de cargos y la reforma del sistema electoral. El cambio que necesitamos es, claramente, un todo y entenderlo parcialmente es una trampa de los que no quieren reformarlo, pero que pretenden vestirse de reformistas frente a la ciudadanía.
No nos engañemos, ni engañemos a la gente; estamos frente a una oportunidad histórica y es nuestra decisión aprovecharla o dejarla pasar. No esperemos una nueva crisis institucional para hacer los cambios que nuestra patria necesita.
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