jueves, mayo 21, 2009

De mujeres, dinastías y conversos. Roberto Ampuero

Veo demasiado terno y corbata en los comandos electorales. Veo a demasiados señores en los comités políticos y a pocas mujeres en ellos. Raro que la experiencia de una Presidenta que cuenta con una aprobación récord no haya incidido drásticamente en la presencia femenina en las candidaturas. Ante la irrupción de Enríquez-Ominami, algunos políticos cuarentones se sueltan el nudo de la corbata, se chasconean un poco y se dejan una barba de días para fingir juventud. Pero en materia de género, no hay disfraz que valga; siguen tronando los hombres, como si el futuro pudiesen parirlo sólo ellos.
Otro rasgo que retrata el tradicionalismo en nuestra política: las dinastías. En rigor, la marca registrada del candidato concertacionista tiene sus raíces en el gobierno de su padre, Frei Montalva, en su parecido físico y nombre, lo que a su vez fue decisivo para su elección en 1994. Enríquez-Ominami obedece a un esquema similar. Su relevancia pública la alcanzó inicialmente porque desciende de una trinidad sacra de la izquierda: el reformismo que devino demanda revolucionaria en su abuelo Rafael Agustín Gumucio; la vía armada hacia el socialismo, propugnada por su padre, Miguel Enríquez, y el socialismo renovado en clave de economía de mercado, postulado por su padre adoptivo, el senador Ominami. Ahora su reto no es sólo cosechar la insatisfacción con la vieja guardia concertacionista, en cuyo círculo vivió en los últimos 20 años, sino también proyectarse de forma independiente y creíble más allá de la sombra de sus antepasados.

El candidato Jorge Arrate, quien no cuenta con la misma prosapia política, pule entonces sus nexos con Salvador Allende. Y el senador Navarro, que sufre un déficit parecido, bruñe sus nexos con Chávez, en busca de estirpe bolivariana. Por eso me resulta llamativo que entre los presidenciables sólo Sebastián Piñera y Adolfo Zaldívar sean verdaderos self-made men, es decir, autores de sí mismos que se proyectan fundamentalmente a partir de su propia obra, logros y biografía.

También soplan vientos de cuño tribal en lo referente a quienes cambian su intención de voto. La brutal campaña desatada contra el senador Flores, tildado de traidor y tránsfuga por apoyar a Piñera, expresa una intolerancia propia de las brigadas de repudio castristas. Conductas matonescas de este tipo afloraron durante el funeral de Claudio Huepe, y los sufrió el senador Gómez a manos de un aliado en el cierre de las primarias. De estos actos de repudio a la estrategia de "arrebatarle la calle al enemigo" media un paso. No han sido condenados lo suficiente, pese a que reinstalan a Chile en la era de la descalificación de opositores, usual en los 70 y 80. Los ciudadanos tienen derecho a cambiar de opinión, y los denominados conversos merecen tanta consideración como el militante disciplinado.

En el fondo se olvida algo esencial: existe alternancia en el poder sólo porque las personas cambian de opinión entre una elección y otra. Muchos sueñan con herrar las siglas de su partido en el ADN del elector. Cambiar de identificación partida-ria no es traición, sino a menudo resultado de una dolorosa decepción y una pedregosa búsqueda de alternativa. Cambian los datos, ¿por qué yo no? Gorbachov es el mayor converso del siglo pasado e hizo del mundo un mejor lugar. Colin Powell, ex ministro de Bush, apoyó a Obama en las presidenciales y hoy es más respetado que antes. Si en los últimos 40 años los estadounidenses no hubiesen renegado de muchas convicciones, no habría un afroamericano en la Casa Blanca. Si los europeos pensasen hoy de sus vecinos como hace medio siglo, no existiría Unión Europea.

Quiebro una lanza por los conversos que cada año ventilan y renuevan las democracias.

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