VERDAD SOCIAL Y VERDAD POLÍTICA. Andres Rojo.
Recientes acontecimientos como la aprobación de la Ley General de Educación o la detección de platas sin respaldo en los ministerios Secretaría General de Gobierno y del Trabajo, junto con las explicaciones pertinentes, aportadas por políticos considerados como personas serias, pero que contrastan con la apreciación de la ciudadanía, demuestran una vez más la dramática distancia que hay entre la verdad que comparte la mayoría de los integrantes de una sociedad con la que sostiene la clase política.
Esta diferencia de visiones se explica por dos razones. Por un lado, el intento de las autoridades de justificarse ante una ciudadanía que reprueba sus actos y consecuencias, en un vano propósito de convencer al público de la convicción opuesta a la que ya se formó; y por otra parte, por la deformación de la realidad que afecta a quienes se han distanciado de la vida cotidiana que desarrollan las personas y que los lleva a creer de verdad que la Ley General de Educación ayudará a mejorar la calidad de la enseñanza en Chile, sin que nadie más que sus autores la defienda con sincero entusiasmo o que las platas perdidas sí podrán documentarse de manera convincente.
Pero hay otro fenómeno que queda en evidencia con este tipo de situaciones: La lealtad de los partidarios y la animosidad de los opositores es más fuerte que las pruebas que pueda generar el análisis racional, desapasionado y objetivo de cada caso, y esta anomalía es aún más peligrosa que las anteriores porque afecta la capacidad de los dirigentes políticos para reencauzar la acción del aparato público y el sistema político hacia una real sintonía con la ciudadanía que, de no alcanzar un nivel mínimo, lleva a la desconfianza y el descrédito del conjunto de la clase política.
Sin embargo, es aún más pernicioso el acostumbramiento a este tipo de situaciones por parte de la propia ciudadanía porque en la misma medida que se va considerando normal que las autoridades interpreten la realidad a su amaño se va renunciando también al derecho del pueblo a exigir una conducta recta de sus gobernantes.
Se tiende a olvidar que las autoridades no son las propietarias del país, los verdaderos dueños del país son sus habitantes, y cada elección corresponde a la firma de un contrato de prestación de servicios que puede revocarse al término del plazo acordado si no hay satisfacción con la labor realizada.
El pueblo no sólo tiene el derecho de exigir que no traten de hacerlo tonto o que le muestran como verdadera una realidad que se sabe que no es tal, sino que el deber de exigir más respeto.
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