LA OBSESIÓN POR EL LÍDER. Andres Rojo.
De un tiempo a esta parte, me llama la atención el afán con que algunas personas cultas y con formación política de nuestro país se vuelcan a un virtual fanatismo por algunas figuras de la política internacional, casi soñando con la posibilidad de que esos personajes fueran parte de la oferta local.
Hoy es el turno de Barack Obama, como antes lo fue de Nicolás Sarkozy o incluso José María Aznar. Nunca es un político chileno el que despierta la admiración de los miembros de la elite pensante nacional, como sí ocurrió antaño aunque a un nivel no tan académico con personalidades como el León de Tarapacá Arturo Alessandri o Salvador Allende.
Hay una tendencia a mirar hacia fuera en la búsqueda de políticos inspiradores que puede deberse a la inexistencia de figuras atractivas en el terreno interno, aunque también puede haber cierto afán de pertenecer a ese mundo desarrollado que se nos viene prometiendo a los chilenos hace años y cada cierto tiempo, como un sueño mágico capaz de despertar adhesiones a la hora de votar.
Lo real es que todas estas personas están provistas de un glamour del que parecen carecer los políticos nacionales, lo que es un criterio subjetivo por cierto, pero tienen también el don de la oratoria que se ha perdido en los podios de los discursos nacionales y, sobre todo, tienen la oferta de un sueño que sí se ha dejado de lado con absoluta claridad en nuestro caso.
Chile vivió la promesa de la "revolución en libertad" de Frei padre a la "revolución con empanada y vino tinto" de Allende para caer luego en una interrupción del discurso político con Pinochet por 17 años y al pragmatismo desideologizado de la Concertación por los 17 años siguientes, y hoy vemos con auténtica envidia a un Sarkozy que se pasea por el mundo con su Carla Bruni o a un Obama asegurando que "llegó el momento" de la unidad entre blancos y negros.
Para los chilenos no hay más promesas que la mantención de los equilibrios macroeconómicos o la solidez de nuestras instituciones. Ricardo Lagos alcanzó a prometer la igualdad y Bachelet el acceso de los ciudadanos al poder, pero como ello no se cumplió se terminó de perder la fe en los sueños y nuestra clase ilustrada se ve obligada a declarar su admiración por líderes foráneos.
Lo peor es que las técnicas del discurso, la oratoria brillante, la poesía puesta al servicio de una causa política no solo no son aprendidas por nuestros políticos, sino que incluso existe la impresión de que no se consideran siquiera necesarias, y eso es un desprecio hacia el público, como si no se requirieran líderes que saquen a la gente de su letargo.
Hoy es el turno de Barack Obama, como antes lo fue de Nicolás Sarkozy o incluso José María Aznar. Nunca es un político chileno el que despierta la admiración de los miembros de la elite pensante nacional, como sí ocurrió antaño aunque a un nivel no tan académico con personalidades como el León de Tarapacá Arturo Alessandri o Salvador Allende.
Hay una tendencia a mirar hacia fuera en la búsqueda de políticos inspiradores que puede deberse a la inexistencia de figuras atractivas en el terreno interno, aunque también puede haber cierto afán de pertenecer a ese mundo desarrollado que se nos viene prometiendo a los chilenos hace años y cada cierto tiempo, como un sueño mágico capaz de despertar adhesiones a la hora de votar.
Lo real es que todas estas personas están provistas de un glamour del que parecen carecer los políticos nacionales, lo que es un criterio subjetivo por cierto, pero tienen también el don de la oratoria que se ha perdido en los podios de los discursos nacionales y, sobre todo, tienen la oferta de un sueño que sí se ha dejado de lado con absoluta claridad en nuestro caso.
Chile vivió la promesa de la "revolución en libertad" de Frei padre a la "revolución con empanada y vino tinto" de Allende para caer luego en una interrupción del discurso político con Pinochet por 17 años y al pragmatismo desideologizado de la Concertación por los 17 años siguientes, y hoy vemos con auténtica envidia a un Sarkozy que se pasea por el mundo con su Carla Bruni o a un Obama asegurando que "llegó el momento" de la unidad entre blancos y negros.
Para los chilenos no hay más promesas que la mantención de los equilibrios macroeconómicos o la solidez de nuestras instituciones. Ricardo Lagos alcanzó a prometer la igualdad y Bachelet el acceso de los ciudadanos al poder, pero como ello no se cumplió se terminó de perder la fe en los sueños y nuestra clase ilustrada se ve obligada a declarar su admiración por líderes foráneos.
Lo peor es que las técnicas del discurso, la oratoria brillante, la poesía puesta al servicio de una causa política no solo no son aprendidas por nuestros políticos, sino que incluso existe la impresión de que no se consideran siquiera necesarias, y eso es un desprecio hacia el público, como si no se requirieran líderes que saquen a la gente de su letargo.
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