lunes, febrero 25, 2008

La Concertación y sus "Mio Cid"..A.Cortez T. (AP).

Los colectivos humanos que conforman los partidos políticos de la centroizquierda de mayor tradición y raigambre ideológica y político-cultural todavía viven desasosiegos y molestias espirituales o intelectuales más o menos profundas y cuyo origen se remonta a décadas pasadas, a aquellas en las que tuvieron que caminar entre los escombros de los muros o soportar el diluvio de literatura y discursos que en lenguaje casi bíblico anunciaban el fin de las utopías, de la historia, de las ideologías, de los megarrelatos, etc.
Hoy, por cierto, esos desasosiegos y molestias ya no están cubiertos, como ayer, por una atmósfera con visos de tragedia.
Al fin de cuentas se ha sobrevivido y el mundo ha dado giros contrarios o de resultados distintos a los presagios apocalípticos que se erguían sobre las corrientes políticas progresistas y con ancestros fuertes en lo ideológico y cultural.
Sin embargo, y aunque más atenuadas, las incomodidades, las insatisfacciones espirituales, culturales, conceptuales perviven en esos mundos colectivos de los partidos a los que aquí se alude y que en el caso chileno son, principalmente, el Partido Socialista y el Partido Demócrata Cristiano.


Probablemente, ese tipo de inquietudes y vivencias ya no tengan el halo trágico que tuvieron hasta hace unos lustros, pero sí un sustrato que irradia grados de dramatismo.La militancia media, la mayoría del común de mujeres y hombres que se mantienen activos en los partidos socialista y democratacristiano ya no sienten los grados de plenitud, de realización mental y moral que antaño les otorgaban la acción, los idearios políticos y la pertenencia a su organización. Hoy hacen política con un dejo de infelicidad y de frustración latente e impulsados, en gran medida, por una obligación o compromiso autoimpuesto desde tiempos remotos.Las minorías entusiastas –que también las hay-, en realidad y en general, no hacen política en su sentido ético-vocacional.
Lo que normalmente hacen es un trabajo, en su sentido prosaico.
En la actualidad, pareciera estar asentada y legitimada la idea acerca de la importancia de la subjetividad en la política o, más extendidamente, en las motivaciones subjetivas que inspiran prácticas de contenido y efectos sociales. Pero, quizá por pudor, quizá por trabas culturales, quizás por las usuales indiferencias por el “otro”… quizá porqué, el hecho es que se le ha prestado escasísima atención –desde el pensamiento y desde la conducción política- a los fenómenos subjetivos que participan en el proceso de deterioro que afecta a la Concertación y en especial a los partidos señalados.


En el PS y en el PDC, la “condición humana-militante” arrastra situaciones críticas por conflictos internados subjetivamente y que atañen a contradicciones no resueltas entre ideología y práctica, entre discursividad y cotidianeidad, entre idearios trascendentes y el inmediatismo en el ejercicio del poder, etc.


Distanciamientos entre elites y bases partidarias


Han transcurrido dos décadas desde el colapso de los “socialismos reales” y han pasado tan sólo unos pocos años menos desde que el socialcristianismo mundial enfrentara experiencias traumáticas, desintegradoras y casi letales.
Las elites políticas y las supraestructuras políticas de las elites de ambas corrientes –con distintos ritmos y resultados- se sobrepusieron a las catástrofes, pero desatendiendo las crisis o estremecimientos subjetivos de sus séquitos, producidos tanto por los desastres históricos como por las formas y dinámicas que asumieron los procesos de reconstrucción de los cuerpos elitarios y de actualización de los pensamientos y de las políticas partidarias.


En efecto, las reconstrucciones elitarias tuvieron mucho de destructivo de sus pasados y experiencias históricas, intelectuales, políticas, discursivas, valóricas, conductuales, etc. Y lo propiamente reconstructivo o, más bien, lo propiamente nuevo y novedoso, fue llevado a cabo, en muchos casos y ámbitos, sin “solución de continuidad”, sin procesos orgánicos o amónicos de reflexión crítica sobre sus ancestros culturales y que dieran lugar a revisiones razonadas y legitimadas y a renovaciones fluidas desde esos procesos y, por lo mismo, transformables en nueva cultura política colectiva, ergo, asimilable por los colectivos partidarios.


La reconstitución de las elites y de las forma-partidos se hizo sin grandes bagajes teóricos e intelectuales, ignorando o soslayando las matrices de sus pensamientos fundantes, que no son sólo proclamaciones de “principios” genéricos y ahistóricos, sino también y sobre todo formas de razonar y de definiciones conceptuales desde el dónde y el para qué razonar.


El empirismo y el pragmatismo fueron las fuentes más influyentes en las readecuaciones políticas y programáticas de las elites y aparato-partidos. Bajo la égida de la empiria y el pragmatismo –y sin soporte teórico propio y sólido- era inevitable que en la reconfiguración de políticas y programas se insertaran o amalgamaran cosmovisiones distintas y hasta rivales o contrapuestas.En pocas palabras, la reconstrucción de las elites y de las estructuras elitarias de socialistas y democratacristianos fue a costa de un largo, ancho y constante caminar hacia los abandonos, los silencios, las evasiones, las marginaciones, etc., de una buena parte de sus pasados mentales y experimentales acumuladas en sus partido-masas.


Ese caminar tuvo un buen arribo, pero, a su vez, contradictorio.
Condujo a democratacristianos y socialistas a cuatro gobiernos consecutivos. Fue eficiente en cuanto política-poder. Pero, a su vez, llevó al deterioro del PS y del PDC como constructores y expresiones de cultura-política histórica y, más específicamente, como organizadores de culturas políticas históricas. Es decir, han perdido poder de competencia por la hegemonía político-cultural dentro de la sociedad, en una etapa donde, precisamente, esa competencia es mucho más clave que otrora en las dinámicas políticas, dadas las transiciones valórico-culturales y conductuales que circulan por Chile y el mundo.
Pervivencia de tradicionalismos ideológicos
Y aquí es donde empiezan a tallar los precios a pagar por una reconstrucción o renovación elitaria que ignoró “la condición humana-militante”, la importancia de la subjetividad en la política moderna.La falla mayúscula de los procesos reconstructivos o renovadores en el PDC y en el PS fue la relativa lejanía que de ellos tuvo el partido-masa. Las militancias medias siguieron y acataron, con una actitud muy cercana a la pasividad, los virajes políticos, las renuncias, ausencias o manipulaciones doctrinarias, pero no las internaron como nuevas “conciencias” o “nuevas culturas”.


Y no las internaron, simplemente, porque esos cambios no eran resultado ni reflejaban un nuevo momento conceptual de sus partidos y, por lo mismo, no eran nutrientes para el surgimiento de una nueva y veraz cultura política, con capacidad para devenir en una nueva hegemonía cultural colectivamente consensuada.El primer efecto político de este estado de cosas fue que la cultura política tradicional pervivió en los partidos-masas y en la subjetividad de la militancia. Pervivió durante años casi a escondidas, clandestina, en sordina y ladinamente.


Sobrevivió sin confrontar las renovaciones de las elites por lo respetos y temores que inspiraban la transición, por las inhibiciones que producía el discurso y la ideología de la “gobernabilidad” y por la sordera intelectual que se les desarrolló a la elites partidarias renovadas.
En dimensión o pretensión cultural masiva, las renovaciones elitarias, en más de un caso, emularon algunos procesos de cristianización indígena en los tiempos de la conquista y colonia. Creyeron haber devenido en hegemónicas por el simple hecho de que los subalternos asistieron a sus iglesias y prédicas, dejaron de rezarles públicamente a sus íconos y se volvieron, en apariencia, devotos de las imágenes representativas de la “nueva fe”.


De lo que no se enteraron es que debajo de esas imágenes de greda yacían ocultos y protegidos por ellas los antiguos íconos. Cuando un indígena se postraba ante una figura santa del catolicismo, sólo él sabía si le oraba a la representación visible o a la divinidad pagana que la primera cubría.
En suma, las ideologías tradicionales nunca desaparecieron de la intimidad, de la subjetividad del militante, nunca fueron suplidas como cultura política del partido-masa por la discursividad renovadora. Sin duda que tales ideologías no han permanecido impertérritas. No han sido impermeables a los cambios y a los fenómenos modernos ni a la influencia de pensamientos modernos.
Pero lo relevante aquí es el reconocimiento de dos cosas:- en primer lugar, el fracaso de los procesos renovadores en cuanto tornarse nueva cultura política de los partido-masas señalados, en cuanto erigir una nueva hegemonía cultural interna y subjetivada por y en la “condición humana-militante”;- y, en segundo lugar, la persistencia de una matriz ideológica tradicional que, a la postre, es la que ilustra el “alma” de las cosmovisiones, imaginarios, conceptualizaciones, razonamientos, etc., de la media del militante-masa, aun cuando tal “alma” no esté siempre y rutinariamente verbalizada.
Llegado a este punto conviene formular tres precisiones:
La primera es que la constatación del predominio de una cultura política tradicional al seno de los partido-masas no implica, de modo alguno, una reivindicación y valoración per se de la misma, en el sentido de considerarla con una calidad intelectual superior y más ad hoc a los requerimientos político culturales contemporáneos que las versiones discursivas construidas por las renovaciones.
El fenómeno que aquí interesa es la existencia en sí de ideologías tradicionales y de sus gravitaciones factuales dentro del PS y del PDC.
La segunda es que la persistencia del tradicionalismo ideológico es, en gran medida, responsabilidad de las elites intelectuales y políticas que encabezaron los procesos renovadores, básicamente, porque los condujeron de forma inorgánica o escasamente orgánica respecto tanto de los pasados culturales como de la militancia-masa culturizada por esos pasados.
Y la tercera es que en la permanencia y gravitación del tradicionalismo ideológico también le caben grandes responsabilidades a grupos de dirigentes partidarios que, en virtud de luchas intestinas, jugaron a la condición de contra-elite renovadora, para, desde esa condición, confrontar a las políticamente exitosas elites renovadoras.
En ese juego, las contra-elites abusaron de la manipulación política de las “ortodoxias” ideológicas, convocando a la militancia al resguardo de “principios” abstraídos de toda historicidad y realidad política.
El resultado fue una mayor inorganicidad entre los pasados culturales y los legítimos procesos de renovación política e intelectual.Ahora bien, la coexistencia en un mismo partido (y en una misma coalición) de una cultura política renovada y de una cultura política tradicional es causal evidente de conflictividades internas potencialmente mayores. Más aún si el conflicto político cultural se encarna en un conflicto entre elites partidarias y el partido-masa.Hasta hace poco los partidos de marras habían sorteado esa potencialidad conflictiva con relativa facilidad, aunque con algunas disrupciones y conatos de rebeldía.


Tres razones principales explican el porqué eso fue posible.
De un lado, porque durante bastante tiempo el tradicionalismo ideológico fue el más afectado por las derrotas o crisis históricas y, por ende, pasó por un largo periodo de “auto-exilio”, de cautelas y reservas, de interrogaciones sobre sí mismo, etc.
De otro lado, las culturas políticas tradicionales que habitaban en las almas de los partidos-masas chocaron casi violentamente con la cultura nacional de masas que se venía gestando y desarrollando como consecuencia de los cambios modernizadores. Es decir, la discursividad posible para el partido-masa no tenía acogida en los espacios sociales naturales a su desenvolvimiento: las masas nacionales.


Y, por último, se vivían los tiempos de las elites renovadas, elocuentemente exitosas en el plano estricto de la política y del poder institucional o estatal. Si bien habían fracasado en su misión de tornarse político-culturalmente hegemónicas dentro del partido-masa, se habían posicionado como liderazgos políticos eficientes con el reconocimiento del sujeto y de la masa militante. El poder y los liderazgos institucionales que acumularon no sólo le significaron el control político partidario con el consenso o anuencia de la masa militante, sino que también legitimaron ante ésta la eficacia racional-instrumental de su discursividad renovada.El retorno relativo de las “ortodoxias”Pero esos tiempos se acabaron.


Transición, restauración democrática, gobernabilidad, deuda social, modernizaciones, etc., ya no son los temas centrales del país.
Mundialmente, por su propio devenir, la globalización y la modernidad han sido desmitificadas en su imagen de grandes procesos y fines seculares y “técnicos” que asegurarían la felicidad humana y que reemplazarían la extemporaneidad y metafísica de las viejas utopías.Por doquier reaparecen los antiguos temas: La conflictividad social, política, cultural, etc., se re-devela cotidianamente. El “modelo chileno” perdió su cualidad de dogma y recibe cuestionamientos de todo orden y de todas partes. Ya no basta con que las “instituciones funcionen”. Se discute sobre calidad de la democracia. Pagar la deuda social ya no es suficiente.
En la palestra está el “salario ético”.
Que bien la estabilidad macroeconómica y las perspectivas de crecimiento, pero el asunto que preocupa es la distribución de la riqueza.En definitiva lo que se ha reabierto en Chile –y no sólo en los partidos socialista y democratacristiano- es un debate sobre imaginarios de sociedad a construir y que incluye inconformismos amplios y relevantes respecto de la sociedad vigente.
No es todavía una discusión sistematizada, rutinizada y siempre explicitada con todas sus letras. Se diluye en apreciaciones y propuestas focalizadas y se comunica, en más de un momento, a través de lenguajes elípticos y eufemísticos impuestos por una suerte de “ideología del estatus”. Pero el debate está, ronda sobre lo totalizador y, previsiblemente, irá in crescendo.Tampoco se trata de una moda pasajera o de simples ejercicios especulativos de intelectuales y bohemios. Se afirma, ante todo, en un criticismo social de indudable masividad.


Se ampara, a su vez, en críticas sociales que emanan de prácticas teóricas serias nacional e internacionalmente. Se trasluce desde diversos enunciados que provienen de mundos dirigentes distintos y que se resumen en calificaciones del estadio histórico como nueva etapa, nuevo ciclo, salto al futuro, etc. Y para los efectos de este escrito, lo que más importa es que se ha internado en ámbitos de la política y de los partidos.


La emergencia de este tipo de discusiones –que responden a realidades y necesidades socio-estructurales- es un acicate para que los partidos-masas aquí aludidos se sientan autorizados a desempolvar matrices y lógicas de sus culturas políticas tradicionales.Las elites renovadoras y las ideologías de las renovaciones ya no los inhiben. Ni unas ni otras tienen hoy la consistencia racional-instrumental que tuvieron y, por lo mismo, tampoco tiene la eficiencia de antaño. Pero, además, en tanto ambas lideraron los procesos que han culminado en una realidad criticable, se vuelven naturalmente motivo de crítica.En los últimos tiempos, muchas de las dificultades por las que ha atravesado -y por las que atraviesa- la Concertación, su gobierno y sus partidos están ligadas a este resurgimiento de las culturas históricas de los partidos progresistas.


Por supuesto que no es un resurgimiento íntegro y puro de las “ortodoxias”, sino más bien de retazos y de híbridos, pero que conserva esencias tradicionales suficientemente fuertes como para dar lugar a capacidades de orientación ideológica y conducción política.
Algunas prevenciones
Ahora bien, esta suerte de “retorno de los brujos” tiene un lado positivo: genera la posibilidad que en los partidos de la Concertación y, en particular, en el PS y en el PDC, se reabran –un tanto forzados por la “rebelión de las masas”- procesos de reactualización político-cultural, imprescindibles para desenvolverse en las nuevas realidades como centro-izquierda moderna y necesarios para reconstruir hegemonías ideológicas internas que superen la renovaciones elitarias.
Pero también representa riesgos y de tonalidades elevadas. A continuación se puntualizan algunos de ellos.a) Cabe la posibilidad –de expresiones ya en ciernes- que entre los militantes y adherentes que se sienten reencontrados con sus pasados ideológicos se incrementen las críticas y las subvaloraciones por lo obrado (o no obrado) en los gobiernos de la Concertación. Ante todo porque en las culturas políticas tradicionales del progresismo el ingrediente “anti-capitalismo” y “anti reproducción ampliada del capitalismo” es muy potente y ambos son premisas intelectuales muy decidoras de juicios sobre otra infinidad de materias.
Los gobiernos de la Concertación están muy lejos de haber actuado con lógicas de esa naturaleza. Casi por el contrario. Han sido eficaces en la consolidación y avance del capitalismo moderno y globalizado. Sin duda que merced a ello el país ha progresado, pero lo que valora la cultura de centro izquierda tradicional es el progreso transformador, reformador del estatus capitalista. Y puesto que esa no ha sido ni remotamente una impronta de los gobiernos concertacionistas (ninguna de las grandes y encomiables reformas realizadas se pueden considerar inmersas en esa lógica), toda sus actuaciones quedan “bajo sospecha”, de acuerdo a esencialidades del pensamiento histórico en etapa de reactualización.b) Es previsible que el despliegue entre los partidos-masas de lo político-cultural histórico se traduzca en discursividades, propuestas y gestos políticos radicalizadores y cuya radicalidad provenga, precisamente, de paradigmas tradicionales del progresismo y, por ende, deriven en demandas estatistas de viejo cuño y en tendencias a corporativizar “clasistamente” los debates y conflictos sociales y políticos. Por cierto que manifestaciones de ese cariz entrarían en contraposiciones con las líneas estratégicas y programáticas del actual gobierno, tensando a la Concertación en grado sumo. c) Siguiendo estas hipótesis existe también el riesgo de un reordenamiento maniqueo de los grupos conflictuados dentro de la Concertación.
Maniqueo porque los puntos en contradicción que se revelarían serían la adscripción a la culturas progresistas históricas o a las renovadas, la pertenencia al partido-masa o a la elites del poder, la disputa por la preeminencia de la política o la tecnocracia, etc. Es decir, pudiera ser un reordenamiento con ribetes de división “clasista” e intelectualmente sostenido sobre prejuiciosos e ideologizados “anti”. d) Por último –y esta es la amenaza mayor por lo sintética- es que la confluencia de varios factores, junto a la revalorización de las culturas políticas tradicionales , facilite el desarrollo de una suerte de movimiento relativamente masivo (en parámetros partidarios) cuya impronta sea la de una “renovación regresiva” que ponga en jaque no sólo a los cuerpos dirigentes de la Concertación sino también las reconstrucciones conceptuales de la centroizquierda que, por su rigor y organicidad, son efectivamente cimientos para la restauración de una centroizquierda moderna.
En definitiva, el temor es que grandes huestes de los partidos-masas salgan a cabalgar como en la historia del Mio Cid: guiados por ideas y personalidades célebres, pero ya muertas.
Para finalizar, una insistencia.
Estos fenómenos y amenazas tienen plena racionalidad político-histórica. En el progresismo, ni las culturas políticas tradicionales ni las renovaciones elitarias están dando cuenta cabal y eficiente al mundo y al país reestructurado y con dinámicas reestructuradoras. Hay un vacío político-cultural que está haciendo de la centro-izquierda lo que jamás puede ser: objeto y no sujeto de la historia. En las rebeliones del individuo-militante late esa percepción. Y caramba que es perceptiva de ese estado de cosas la “condición humana-militante”: la negación de ser objeto histórico está en la esencia del caudal subjetivo que lleva al hombre o mujer de centroizquierda a militar.(AP)