Democratacristianos, unidad y dignidad en la derrota. Sergio Micco
La
Democracia Cristiana es un partido político que encauza a cientos de miles de
personas que creen en un humanismo de inspiración cristiana, que promueve la
reforma social a través de la democracia política.Hoy puede y debe contribuir a
un cambio político, que enfrente la doble crisis de distribución por los frutos
del crecimiento económico y de representación política que hoy golpea a la
sociedad chilena. Nos parece que ese es el reclamo movilizador de las grandes
mayorías que protestan en las calles o han votado masivamente por la
centroizquierda.
Es
cierto que la Democracia Cristiana ha sufrido una fuerte derrota electoral,
pero ella sólo se ahondará si se le suma una nueva querella interna irreflexiva
y mezquina.
Para
nosotros lo ocurrido el día domingo 30 de junio del 2013 es fruto de la
incapacidad reiterada de una comunidad política de tomar decisiones razonables
y de aplicarlas con seriedad. Si alguien cree que aquí hay un solo responsable,
y que de ser sancionado todos los errores comunitarios serán expiados, a
nuestro juicio, se equivoca y mucho.
La
Democracia Cristiana era y es un partido cuya votación gira en torno al 16 por
ciento de los votos. Por ende para contribuir a crear gobiernos de mayoría por
el cambio social y político demandado, debe ser parte de una coalición mayor.
Así
su tarea era y es contribuir a crear esa mayoría, dotada de una plataforma
programática tan justa como viable y que obtenga un respaldo claro en las
elecciones parlamentarias, poniendo fin a la democracia bloqueada que
vivimos.Esta es una tarea muy difícil, no sólo por la existencia de un sistema
electoral binominal.
Por
esta razón, la Democracia Cristiana tiene un pacto programático con la
Concertación de Partidos por la Democracia y una alianza estratégica con el
Partido Socialista de Chile.
Hasta
ahora nos han unido los éxitos y fracasos de los gobiernos de Eduardo Frei
Montalva, Salvador Allende y la experiencia de diecisiete años de violaciones
sistemáticas a los derechos humanos.
Nos
llenan de orgullo veinte años de gobiernos concertacionistas y sus insuficiencias
nos invitan a trabajar más. Nos alegra que incluso en la derrota del 2010 nos
hayamos mantenido unidos y no hayamos cedido a la tentación de la diáspora o
cambios de coalición. Hasta hoy, no nos avergüenza esta historia y esta
alianza.
Es
en este marco global desde el que debimos haber mirado con la debida prudencia
la reiteración del positivo dato que en abril del 2012 mostraba a Michelle
Bachelet marcando el 51 por ciento de intención de votos en la encuesta CEP.
En
esa misma encuesta, las dos personas que habían manifestado su intención de ser
precandidatos presidenciales por la Democracia Cristiana prácticamente no
aparecían. Sin embargo, se impuso la idea que era el momento de mostrar coraje.
Que apoyar a Michelle Bachelet era desdibujarnos doctrinaria y políticamente.
Se agregó que apareceríamos como un partido oportunista.
Nada
mejor que una campaña presidencial para difundir un mensaje y fortalecer un
partido. Incluso se nos dijo que favorecería a la propia candidatura de
Michelle Bachelet quien así sería elegida por el pueblo y no por un
conciliábulo político.
Por
último, pero no menos gravitante, algunos creyeron que esta era la forma para
proyectar un nuevo liderazgo para el 2018. Lo decimos con claridad: fue tal la
contundencia del empuje de los precandidatos presidenciales y de estos
argumentos que nunca se votó en Junta Nacional alguna la conveniencia de
levantar una candidatura democratacristiana el 30 de junio del 2013. Se apoyó
casi por unanimidad. Esto deben evaluarlo quienes reclaman hoy que la directiva
nacional debe asumir sus responsabilidades que, por cierto, las tiene.
Hay,
entonces, una responsabilidad política colectiva y que, por lo mismo, debe ser
asumida por todos. Faltó haber reflexionado, deliberado y decidido de mejor manera
una estrategia política, que terminó llevándonos a una derrota que era
completamente predecible, aunque no en las magnitudes porcentuales que se
produjo, dado el alto número de votantes en la primaria opositora.
Además,
hay una responsabilidad mayor que debe ser evaluada en el momento y a través de
los procedimientos pertinentes. Estuvimos casi un año, entre marzo del 2012 y
enero del 2013, discutiendo quién era el mejor candidato y candidata para
asumir tan difícil desafío electoral.
No
sólo perdimos meses valiosos, sino que además empezaron a aparecer divisiones
-incluso doctrinarias- que se siguen enrostrando públicamente con escaso
sentido de la oportunidad.
Esas
diferencias, por cierto, poco tenían que ver con las prioridades políticas y
socioeconómicas de un pueblo que reclama un cambio de gobierno. Una y otra vez,
con humildad pero argumentadamente, les dijimos a nuestros camaradas que habían
decidido presentarse de precandidatos en tan desfavorable cuadro, que como
mínimo, se imponía que este fuese un acuerdo de todos. Que a lo menos esta
decisión los uniera a ellos dos y a sus más directos colaboradores.
Recordamos
el trabajoso acuerdo entre los parlamentarios que apoyaban a Eduardo Frei M. y
Radomiro Tomic R. a principios de los años sesenta del siglo pasado. De esa
alianza se logró que un partido unido llevara a la victoria al primero y cuando
al segundo le correspondió perder, fue con tal mística que tuvimos partido por
treinta años más. Lo anterior no se hizo, y dos comandos creyeron que lograrían
no sólo imponer una estrategia, sino que un candidato y un programa que nacía
indefectiblemente marcado por la división. Así, las divisiones continuaron.
A
pesar de todo lo dicho, nos sorprendimos gratamente cuando votaron 60 mil
personas en las primarias de la Democracia Cristiana. Claudio
Orrego
fue elegido nuestro candidato y una comunidad política debía apoyarlo con todo.
Tenía apenas cinco meses nominales para superar una muy adversa y reiterada
intención de votos. Sin embargo, nuevamente se impusieron las querellas
internas.
Ahora
el problema fue quién dirigiría el partido en un año vital. En esa disputa
estuvimos tres meses. Acabamos en una estrecha elección interna, que fue
dirimida por escaso margen. Un partido casi dividido por la mitad se enfrascó
durante semanas en otra amarga disputa por la integración de la mesa nacional,
cuya renuncia algunos ahora piden tras una derrota electoral que todos sabíamos
sufriríamos.
En
el cuadro anterior ¿alguien puede creer que podíamos aspirar a un resultado
electoral distinto al obtenido? Pero, lamentablemente, no hay peor ciego que el
que no quiere ver, cegado por la pasión y por el afán de reclamar responsabilidades
a los otros.
Hay
quienes creen que la derrota electoral se produjo por el discurso de Claudio
Orrego.Acusan a su campaña de centrista y conservadora.Sostienen que un
discurso más liberal, abierto a los cambios culturales, y un centrismo más
progresista en materias socioeconómicas, representativo de políticas
socialdemócratas, nos hubiera llevado a un mejor resultado. Curiosamente, lo
dicen algunos que desde la primera hora dijeron que estaban con Michelle
Bachellet.
Como
carecen de mesura, no perciben que el sólo hecho que estemos discutiendo en
estos términos, demuestra la magnitud de la derrota doctrinal en la mente de
varios de nuestros dirigentes y cultural ante la ciudadanía. Electoralmente
está por probarse, si el grueso de los más de dos millones de votantes en la
primaria opositora lo hicieron para dirimir un conflicto “conservador–liberal”,
que en todas las democracias es de derecha, como en Estados Unidos, donde no
hay izquierda.
Lo
decimos con total franqueza y a riesgo de molestar a muchos: la Democracia
Cristiana no es conservadora porque sea liberal, sino porque es comunitaria y
no es centrista porque sea socialdemócrata sino porque es
socialcristiana.Reclamarle a Claudio Orrego que no haya sido liberal o no haya
apoyado el matrimonio entre personas del mismo sexo es faltar gravemente a lo
que la unanimidad de la Democracia Cristiana dijo ser en su último Congreso
Nacional.
Como
es obvio, esas definiciones están hoy formalmente vigentes. Si hay quienes
legítimamente creen que esos acuerdos deben cambiarse, eso no se hace a través
de una precandidatura presidencial o de entrevistas marcadas por el dolor de la
derrota.
Seamos
claros, siempre es triste el ver que todos se declaran generales después de la
batalla. Peor es hacer leña del árbol caído. Más si la derrota se dio tanto en
distritos electorales de parlamentarios que apoyaron a Claudio Orrego como de
quienes apoyaron a Ximena Rincón. La derrota es de todos. Echarle la culpa a
los otros, no sólo es un error político por inoportuno y parcial, sino que
también hacer errado análisis electoral.
Sin
embargo, hay un punto que debemos reconocer en quienes hoy piden renuncias y
autocríticas. Obviamente, hay una primera –pero no única- responsabilidad
política en Claudio Orrego y en la mesa que dirige Ignacio Walker. Ellos
dirigieron este proceso. De ambos sólo esperamos magnanimidad y gestos que nos
unan a todos.
De
una directiva nacional integrada sólo esperamos que convoque al conjunto del
partido en las tareas inmediatas: integración a la campaña presidencial,
construcción de una plataforma programática, regional y parlamentaria que
genere una mayoría nacional en torno a Michelle Bachelet. Es lo que Chile
espera de nosotros.
La
derrota de Andrés Zaldívar en las primarias contra Ricardo Lagos, la confianza
excesiva de los ganadores y la crisis posterior de la Democracia Cristiana casi
llevan al triunfo de Joaquín Lavín en primera vuelta. Eso se evitó por apenas
unos 39 mil votos.
Intentar
realizar en estos meses una nueva elección de mesa nacional de la Democracia
Cristiana sólo nos llevará a querellas internas y a restarnos de las tareas
prioritarias. Lo que se espera de nosotros no es mucho: aprender de los
errores, unirnos en la derrota, apoyar a la vencedora para que alcance sus objetivos
en noviembre que deben ser los nuestros.
Condición
imprescindible de lo anterior es, como escribió Weber hace casi un siglo,
pasión y mesura. Utilizar el corazón pero también la razón.
Co
autor del Artículo, Eduardo
Saffirio, abogado y cientista político.
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