martes, marzo 15, 2011

Más vale prevenir que curar. Rodolfo Fortunatti.

Si en su primer mensaje frente al tsunami el Presidente Piñera hubiera dicho que su gobierno buscaba medirse con el de Bachelet para mostrar quién lo hacía mejor, lo más probable es que no hubiera encontrado la misma respuesta del país. Pues, si los chilenos, sin distinciones de ninguna especie, apoyaron las iniciativas del Ejecutivo y actuaron con responsabilidad y espíritu cívico, fue porque entendieron que se trataba de un riesgo de alcance nacional, y lejos, muy lejos, de una competencia de egos y banderías políticas, como la que ha dejado entrever el Mandatario.

¡Descarto de forma categórica que hayamos tenido la intención de compararnos con el Gobierno anterior!, ha dicho el ministro del Interior, pero todo el mundo sabe que el Presidente Piñera declaró literalmente que “el gobierno de Chile se preparó desde hace mucho tiempo para enfrentar esta emergencia, desde que decidimos reestructurar profundamente la Oficina Nacional de Emergencia, que no estuvo a la altura de lo que el país requería el 27 de febrero pasado”. 
Es un despropósito comparar el actual desempeño de la Oficina Nacional de Emergencia con el de hace un año. Y esto por un argumento de mínima inteligencia: hace un año sufrimos un terremoto grado 8,8 (el de Japón fue de 9,0); mientras que hoy emprendimos una operación preventiva de evacuación y seguridad ante los probables efectos del sismo ocurrido a miles de kilómetros de distancia. Luego, la evaluación política que hace el Presidente Piñera, y su ministro de Defensa, no puede ser menos pertinente, pues las cosas que miden y comparan son enteramente distintas y dejan en suspenso la pregunta esencial:  ¿Cómo habría actuado el Gobierno, ya no ante un amago de tsunami, sino ante un terremoto de gran magnitud?

El comportamiento ejemplar de la población frente a una eventual emergencia ―especialmente de los 700 mil chilenos evacuados―, es resultado de la maduración de todo un país que ha aprendido del dolor provocado por cientos de muertos  y heridos por el terremoto del 27 de febrero, de las desesperanzas generadas por una lenta y  politizada reconstrucción nacional, por la insensibilidad moral del Gobierno frente a una intendenta que no ha vacilado en “inventar historias” sobre las víctimas para conseguir sus fines. 
Las lecciones aprendidas durante este año han hecho más resiliente a nuestro pueblo, lo han hecho más capaz de asumir con flexibilidad situaciones límite y de sobreponerse a ellas, incluso para desconfiar de las falsas promesas y de llamados a la unidad que son percibidos como hipocresías cuando, al mismo tiempo, se busca obtener ventajas políticas de la situación. No otra es la conclusión que debe sacar el Gobierno y el Presidente de la desaprobación a su gestión, hoy por hoy, cercana al 49 por ciento. 
Es indudable que ha habido un gran avance para hacer frente a la emergencia. Las medidas tomadas demuestran que estamos mejor dispuestos a contribuir colectivamente al manejo de este tipo de episodios. Demuestran asimismo que el Gobierno está mejor preparado, mejor coordinado, mejor comunicado con los ciudadanos ―gracias también a la enorme cooperación de la prensa y la televisión―, que hace un año. 
Pero no sólo eso. Demuestran que el Gobierno estuvo mejor preparado que cuando debió encarar la reconstrucción, y dar pruebas de sensibilidad y de eficiencia administrativa. Mejor que cuando debió hacer frente a la huelga de hambre mapuche. E infinitamente mejor que cuando debió prever los controles necesarios para impedir la tragedia de la cárcel de San Miguel que hace sólo tres meses costó la vida a 81 internos.
Es difícil cuestionar lo obrado por el Gobierno, el que sólo ha sabido ser consecuente con la regla de oro de nuestra cultura del riesgo. Esta que se expresa en el viejo dicho según el cual más vale prevenir que curar. 
Sin duda, se ha hecho lo correcto, aún cuando no se hubieran registrado olas de más de un metro, ni hubiera habido víctimas o daños materiales que lamentar. De esto precisamente se trata la seguridad humana, el rol del Estado, y el concurso de la sociedad para garantizarla.
La experiencia, desde luego, ha sido útil. Podría decirse que incluso ha servido para actuar con prudencia y moderación. Signo elocuente de ello es que se hayan levantado oportunamente las alertas, evitando prolongar, con el subordinado propósito de dilatar la exposición mediática de las autoridades políticas, el éxodo de grandes masas de población más allá de lo aconsejable.

Y así como la catástrofe de Japón moviliza hoy a los gobiernos ante los riesgos que comportan las centrales nucleares, esta emergencia nos enseña el valor de la generosidad y la altura de miras para abordar el destino de nuestros recursos hídricos, el uso de los suelos del secano costero, o la viabilidad de los emplazamientos humanos en las orillas de ríosy mar, problemas todos derivados de nuestra loca geografía.