La Perplejidad De Los Partidos. Rodolfo Fortunatti
¿Por qué la profusión de imágenes, portadas, páginas, debates y columnas de Marco Enríquez-Ominami? ¿Por qué esta figuración acordada por los medios de comunicación más influyentes? ¿Por qué si, como se ha dicho y probado, no existe el llamado fenómeno Marco?
Los motivos no se ocultan. Por estos días se realiza el trabajo de campo de la encuesta CEP, uno de los sondeos de opinión más válidos, confiables y esperados por la clase política. Su director, consciente de que la candidatura del diputado socialista favorece a Piñera, porque… ¡golpea duro a la Concertación! ―según aclara―, ha resuelto incluir su nombre entre los presidenciables que serán exhibidos a los entrevistados, por cierto, bastante expuestos a la presencia mediática del cineasta. De este modo, se busca replicar el efecto conseguido en 2002 con la incorporación de la entonces ministra de Defensa Michelle Bachelet. Esta oportuna ventaja le permitirá a Enríquez-Ominami despegarse de sus competidores más cercanos ―Navarro, Arrate y Zaldívar―, y situarse debajo de Frei y Piñera, en un tercer lugar de mucho simbolismo. Es discutible la connivencia entre controladores de medios, operadores de encuestas, y facciones de poder de los partidos, pero es dentro de estas reglas que se desarrolla el juego político. Y es dentro de estas reglas que los partidos de la Concertación deben sobreponerse a su actual trance. Algo que no es fácil de hacer. Los partidos se ven irresolutos, confusos y dubitativos. Perplejos es la palabra. No consiguen responder con claridad y eficacia a las persistentes agresiones que los golpean desde sus vientres, distrayéndolos de su principal función estratégica: la selección de tensiones y conflictos que atribuyen poder.
En lugar de esto, parecen replegados sobre sí mismos, refugiados en unas creencias, valores y técnicas que, lejos de echar luces sobre los conflictos y sus fuentes, acaban oscureciéndolos. No es raro verlos reaccionar, quizá movidos por un instinto básico de conservación, con respuestas inapropiadas, insuficientes, poco convincentes y, a ratos, pueriles.
Los partidos han dejado de ser organizaciones fuertes, cohesionadas y programáticas, pero siguen exigiendo lealtad y disciplina a sus militantes. Han dejado de tener influencia sobre sus parlamentarios ―hoy más dependientes de los liderazgos nacionales que de sus electores―, pero siguen exhortándolos al orden y la obediencia. Han perdido contacto con las bases, mientras las bases, carentes de referentes políticos, se han vuelto más libres y más autónomas de los vínculos afectivos que las ligaban a ellos. En su reverso, se han fortalecido los caudillismos y los personalismos que se sirven de esas mismas bases como andamios electorales para su ascenso político.
Los partidos también han perdido identidad y perfil ideológico y programático. A ello ha contribuido el juego de coaliciones ―y de políticas de centro sin relieves―, donde la riqueza de las demandas se sacrifica en aras de la formación de mayorías. No es por nada que la Concertación ha llegado a convertirse en una coalición de cuatro partidos minoritarios con peso político equivalente, mientras una importante franja de sus electores oscila con soltura y versatilidad entre el gobierno y la oposición, sea ésta de izquierda o de derecha.
Hay pues un serio desajuste entre los mecanismos formales de representación y las inquietudes de los ciudadanos. Las fuertes desigualdades provocadas por la actual estrategia de desarrollo, han dado origen a una sociedad más diferenciada en estilos de vida, pautas de consumo, patrones culturales y distinciones culturales y étnicas, que desborda las formas tradicionales de representación de los partidos.
Su papel de formadores y canalizadores de la voluntad colectiva hoy se lo disputan los medios de comunicación, que interactúan directamente con el ciudadano, figura anónima y difusa cuyas preferencias a menudo toman cuerpo en los porcentajes de aceptación y rechazo arrojados por las encuestas. Pero hay quienes celebran la concentración de los medios de comunicación, sin advertir que son estos mismos medios los que proporcionan tribuna a la política del escándalo y profundizan la crisis de legitimidad de la democracia.
Los partidos, por último, han perdido su gravitación en las decisiones de política pública. Más fuerte se muestra aquella tecnocracia que no responde directamente a intereses políticos ni sociales, pero que se reproduce de una manera prodigiosa. Más poderosos que estos bolsones técnico-burocráticos, son los medios de comunicación, que buscan programar y controlar la Administración sin detentarla. Y aún más poderosos e influyentes que estos espacios informales de la política, son entidades como el Tribunal Constitucional, la Contraloría General de la República o el Banco Central, que gozan de plena autonomía, incluso para eximirse de la responsabilidad política de sus actos. Así las cosas, deberíamos preguntarnos si los partidos no se están transformando en organizaciones virtuales.
Por eso en junio, cuando se haga pública la encuesta CEP, sólo habrá que esperar dos actitudes: los estridentes devaneos conocidos hasta ahora, o una resuelta determinación del conflicto crucial sostenido con la derecha.
¿Qué hacer para vencer el actual estado de perplejidad?
Democratizar la democracia, lo cual entraña la paradójica opción de reconcentrar el poder de los partidos en los activos de los partidos. Reconcentrar el diseño programático de las colectividades, en aquellos que destinan tiempo y saber a la elaboración programática de los partidos. Reconcentrar tareas de campaña en quienes conocen el territorio, y ofrecen tiempo y esfuerzo para recorrerlo. Reconcentrar las responsabilidades de difusión y comunicación en quienes poseen diseño estratégico y facultades operativas. En suma, decantar las organizaciones a fin de convertirlas en partidos profesionalizados y especializados en el trabajo político. Lo cual supone un gran acuerdo de empoderamiento que comprometa y movilice incluso a quienes han estado situados en polos opuestos.
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Los motivos no se ocultan. Por estos días se realiza el trabajo de campo de la encuesta CEP, uno de los sondeos de opinión más válidos, confiables y esperados por la clase política. Su director, consciente de que la candidatura del diputado socialista favorece a Piñera, porque… ¡golpea duro a la Concertación! ―según aclara―, ha resuelto incluir su nombre entre los presidenciables que serán exhibidos a los entrevistados, por cierto, bastante expuestos a la presencia mediática del cineasta. De este modo, se busca replicar el efecto conseguido en 2002 con la incorporación de la entonces ministra de Defensa Michelle Bachelet. Esta oportuna ventaja le permitirá a Enríquez-Ominami despegarse de sus competidores más cercanos ―Navarro, Arrate y Zaldívar―, y situarse debajo de Frei y Piñera, en un tercer lugar de mucho simbolismo. Es discutible la connivencia entre controladores de medios, operadores de encuestas, y facciones de poder de los partidos, pero es dentro de estas reglas que se desarrolla el juego político. Y es dentro de estas reglas que los partidos de la Concertación deben sobreponerse a su actual trance. Algo que no es fácil de hacer. Los partidos se ven irresolutos, confusos y dubitativos. Perplejos es la palabra. No consiguen responder con claridad y eficacia a las persistentes agresiones que los golpean desde sus vientres, distrayéndolos de su principal función estratégica: la selección de tensiones y conflictos que atribuyen poder.
En lugar de esto, parecen replegados sobre sí mismos, refugiados en unas creencias, valores y técnicas que, lejos de echar luces sobre los conflictos y sus fuentes, acaban oscureciéndolos. No es raro verlos reaccionar, quizá movidos por un instinto básico de conservación, con respuestas inapropiadas, insuficientes, poco convincentes y, a ratos, pueriles.
Los partidos han dejado de ser organizaciones fuertes, cohesionadas y programáticas, pero siguen exigiendo lealtad y disciplina a sus militantes. Han dejado de tener influencia sobre sus parlamentarios ―hoy más dependientes de los liderazgos nacionales que de sus electores―, pero siguen exhortándolos al orden y la obediencia. Han perdido contacto con las bases, mientras las bases, carentes de referentes políticos, se han vuelto más libres y más autónomas de los vínculos afectivos que las ligaban a ellos. En su reverso, se han fortalecido los caudillismos y los personalismos que se sirven de esas mismas bases como andamios electorales para su ascenso político.
Los partidos también han perdido identidad y perfil ideológico y programático. A ello ha contribuido el juego de coaliciones ―y de políticas de centro sin relieves―, donde la riqueza de las demandas se sacrifica en aras de la formación de mayorías. No es por nada que la Concertación ha llegado a convertirse en una coalición de cuatro partidos minoritarios con peso político equivalente, mientras una importante franja de sus electores oscila con soltura y versatilidad entre el gobierno y la oposición, sea ésta de izquierda o de derecha.
Hay pues un serio desajuste entre los mecanismos formales de representación y las inquietudes de los ciudadanos. Las fuertes desigualdades provocadas por la actual estrategia de desarrollo, han dado origen a una sociedad más diferenciada en estilos de vida, pautas de consumo, patrones culturales y distinciones culturales y étnicas, que desborda las formas tradicionales de representación de los partidos.
Su papel de formadores y canalizadores de la voluntad colectiva hoy se lo disputan los medios de comunicación, que interactúan directamente con el ciudadano, figura anónima y difusa cuyas preferencias a menudo toman cuerpo en los porcentajes de aceptación y rechazo arrojados por las encuestas. Pero hay quienes celebran la concentración de los medios de comunicación, sin advertir que son estos mismos medios los que proporcionan tribuna a la política del escándalo y profundizan la crisis de legitimidad de la democracia.
Los partidos, por último, han perdido su gravitación en las decisiones de política pública. Más fuerte se muestra aquella tecnocracia que no responde directamente a intereses políticos ni sociales, pero que se reproduce de una manera prodigiosa. Más poderosos que estos bolsones técnico-burocráticos, son los medios de comunicación, que buscan programar y controlar la Administración sin detentarla. Y aún más poderosos e influyentes que estos espacios informales de la política, son entidades como el Tribunal Constitucional, la Contraloría General de la República o el Banco Central, que gozan de plena autonomía, incluso para eximirse de la responsabilidad política de sus actos. Así las cosas, deberíamos preguntarnos si los partidos no se están transformando en organizaciones virtuales.
Por eso en junio, cuando se haga pública la encuesta CEP, sólo habrá que esperar dos actitudes: los estridentes devaneos conocidos hasta ahora, o una resuelta determinación del conflicto crucial sostenido con la derecha.
¿Qué hacer para vencer el actual estado de perplejidad?
Democratizar la democracia, lo cual entraña la paradójica opción de reconcentrar el poder de los partidos en los activos de los partidos. Reconcentrar el diseño programático de las colectividades, en aquellos que destinan tiempo y saber a la elaboración programática de los partidos. Reconcentrar tareas de campaña en quienes conocen el territorio, y ofrecen tiempo y esfuerzo para recorrerlo. Reconcentrar las responsabilidades de difusión y comunicación en quienes poseen diseño estratégico y facultades operativas. En suma, decantar las organizaciones a fin de convertirlas en partidos profesionalizados y especializados en el trabajo político. Lo cual supone un gran acuerdo de empoderamiento que comprometa y movilice incluso a quienes han estado situados en polos opuestos.
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