Después del último consejo general de la UDI, pareció que Sebastián Piñera había superado el más importante obstáculo en su carrera por el sillón presidencial. No se trataba de una cuestión menor. Las rencillas en la derecha, que tuvieron como principal protagonista al empresario, varias veces desbordaron el ámbito político para ser titulares de la crónica policial.
Hoy, en cambio, se escribe una historia totalmente diferente. Piñera goza de una amplia ventaja en las encuestas y no existen candidatos alternativos ni voces disidentes en su sector. Sus otrora más enconados adversarios también se han rendido frente a la evidencia de los hechos y motivados por el oportunismo o el sentido del deber –Moreira es un buen ejemplo de lo primero y Longueira de lo segundo– hacen fila, cuando no dan codazos, para integrar el nuevo club de amigos del candidato.
Piñera conoce el negocio –también el de la política, me refiero– y ha puesto en marcha una parafernalia comunicacional que no deja nada al azar. Se multiplica prodigando sonrisas, regala ingeniosas cuñas que colma con interminables sustantivos y nos ilustra con cientos de citas de su libro de cabecera. Rehuye con destreza el conflicto, hablando de lo que quiere y cuando quiere. De su programa de gobierno no hemos sabido nada, aunque sí de las múltiples expediciones a Tantauco. En lo que más parecen las páginas sociales, varios periódicos y revistas nos ilustran sobre los últimos invitados, de cómo llegaron, de qué comieron y quiénes fueron los ungidos por el anfitrión para dar un paseo en su helicóptero.
Entre tanto entusiasmo y quizás algo embriagados por el vértigo que provoca la confianza en la victoria, sospecho que no se ha reparado lo suficiente en algunos factores que podrían truncar la posibilidad de que la derecha, después de más de 50 años, arribe democráticamente a La Moneda.
Lo primero se refiere al sostenido aumento en la popularidad de Michelle Bachelet. Más allá del rol que ella pueda cumplir en la próxima campaña electoral –mal que mal, a ningún Presidente le gusta entregar la banda a un aspirante de la oposición–, los ciudadanos, especialmente en una época de crisis, premian la generación de confianza. Como lo demostró la última elección presidencial, este es un punto débil de Piñera, el que es percibido como un hombre inteligente y preparado, aunque poco creíble y que no transmite eso que los sicólogos llaman contención.
Esta sensación se consolida a partir de una segunda cuestión relevante: a Piñera le cuesta el contacto con los electores. El Lavín de 1999 excluyó deliberadamente a los políticos profesionales de todas sus apariciones públicas y, en cambio, siempre se hizo acompañar por personas de origen modesto. Una década después, quizás algo traumado por las desavenencias del ayer o empujado por demostrar que hoy sí es el líder de la derecha, Piñera no pierde oportunidad por aparecer flanqueado con buena parte de una elite que hace no mucho renegada de él.
Por último, y aunque sus asesores le indiquen lo contrario, el tema de la incompatibilidad entre la política y los negocios seguirá siendo un flanco importante para su campaña, más todavía cuando el candidato no ha sido ni siquiera capaz de cumplir los plazos que el mismo se auto impuso. Se trata de un tema que conecta directamente con la personalidad del empresario, que lo ha llevado a cometer imprudencias francamente inexplicables. Ese es el centro del problema: entre compra y venta de acciones, helicópteros y lugares paradisíacos, quizás el peor adversario de la candidatura de Piñera sea el propio Sebastián Piñera.
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