Capitalismo. EUGENIO CAMPANARIO LARGUERO
La agonía es tan terrible que no ha tenido fuerzas ni para llegar al simbólico mes de los difuntos. Se acaba, se va, no aguanta más. El capitalismo se muere. Marx hablaba de las crisis cíclicas de este ingenioso sistema económico, cáncer terrible incrustado en las entrañas de nuestro mundo. Pero ya se sabe que los enfermos delicados, en una crisis de ésas, se van, pasan a mejor vida. Ahora, tras un año de problemas serios surgidos en Estados Unidos, una expresión purulenta más dramática de lo habitual, se ha entrado en una situación tan excepcional que son los empresarios los que tienen que pedir un tiempo muerto en el desarrollo de la espiral capitalista-consumista y el Gobierno liberal por excelencia el que intervenga para impedir el caos. El mundo al revés. O al derecho, por fin. Por fin. Ahora sólo falta que en todo este maremágnum se acuerden de los millones de personas que pasan hambre, que sobreviven con un euro al día, que no tienen acciones que vender, como no sea que vendan el alma para llegar al maldito paraíso prometido, rodeado de alambradas y del abismo del mar que engulle vidas.
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Ahora sólo hace falta que los dirigentes políticos sean capaces de alumbrar un capitalismo con alma (que es tarea semejante a la de vestir con alas de ángel al demonio) que asuma conceptos como dignidad, desarrollo sostenible, globalización de los derechos humanos, empezando por el de la vida y del pan. El capitalismo es un fenómeno depredador, que sólo puede sobrevivir a costa de destruir todo lo que existe. Por eso es precisa su muerte, su cambio, su transformación en un sistema que atienda las verdaderas necesidades del ser humano, su vida digna y plena. Es preciso que rectifique radicalmente, para que la tierra pueda vivir. Dándole la vuelta al epitafio latino, que muera y sea leve con la tierra, misericordioso al fin, aunque parezca imposible. Lo es.
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