GITANO ES MI CORAZÓN. ( A propósito de la expulsión de los gitanos en Francia). Hector Casanueva
Cuando tenía unos diez años vivía en Santiago en el barrio Independencia, más al norte de la Plaza Chacabuco, y un día llegaron a instalarse en el sector unas familias gitanas, en unos sitios eriazos aledaños a las canchas de fútbol de tierra, en las que por cierto con mis amigos y compañeros cada sábado y domingo, y alguna que otra tarde después del colegio, jugábamos intensas pichangas, regresando siempre entierrados y exhaustos a nuestras respectivas casas. La extraña proximidad de esas familias exóticas comenzó a ejercer un cierto influjo en la muchachada futbolera. Las mujeres -niñas, jóvenes y mayores-con sus largas faldas coloridas, vistosos pendientes y collares. Los hombres jóvenes y adultos generalmente fabricando brillantes pailas, ollas y otros utensilios de cobre, o trabajando largas horas en grupo sobre el motor de un desvencijado vehículo. Los muchachos de nuestra edad, jugando por su cuenta sus propios partidos, y otros que se acercaban a mirar el nuestro. Más de una vez sumamos a alguno para completar el número de jugadores por falla del titular.
Para nosotros la proximidad casi cotidiana con esas personas diferentes, que vivían en carpas y dormían en el suelo sobre alfombras y cojines, se fue haciendo cada vez más normal. No así para mis padres, por ejemplo, que cuando se enteraron de esos nuevos vecinos no dejaron de advertirme que no entrara en mayores contactos con ellos, ya que, según el mito -probablemente alimentado por algún episodio real- los gitanos se robaban a los niños, y como eran nómadas, se los llevaban a otros países para venderlos en los circos, o simplemente para integrarlos a la tribu. De manera que ya estaba advertido. Sin embargo se dio el caso que debido a los frecuentes contactos, que se producían no sólo en las canchas, sino en el almacén, la botillería o la panadería del barrio, poco a poco me fui haciendo amigo de algunos de los gitanillos, con los que comenzamos, varios de nosotros, a confraternizar, contarnos historias -especialmente las de ellos nos parecían de lo más interesantes- y traducir palabras, siendo las primeras, por supuesto, los garabatos más clásicos. Todavía recuerdo algunos, que no repetiré, pero que tenían una fonética muy musical pese a su significado. El acento de los gitanillos, y de sus padres, era para mí un atractivo adicional, escuchándolos hablar en chileno mezclado con el romaní. Y qué decir del interés que despertaban en nosotros las gitanas adolescentes, de ojos claros u oscuros, pero siempre profundos, y su andar cadencioso, como en un baile permanente, mirándonos de vez en cuando entre desafiantes y divertidas. Nos asombraba, además, que los chicos no fueran al colegio, y la libertad con que esas familias vivían su vida, con otros códigos y costumbres, pero no menos consistentes que las nuestras. Nunca vimos una riña, borracheras o las conductas impropias que se les solían atribuir. Uno que otro borracho que aparecía por el barrio era tan chileno como garganta de lata.
Esa convivencia creciente en la que fui entrando con los gitanos llegó a un punto de mayor confianza un sábado después del partido de rigor, cuando rumbo a casa con un hambre canina, pasando frente a las carpas y percibiendo los aromas de un asado de cordero que estaban preparando entre varias familias para celebrar algún acontecimiento, uno de los chicos de la tribu, con el que más conversaba, se acercó a mi para invitarme a compartir con ellos la comida. La lucha entre las advertencias de mi madre y mis papilas gustativas revolucionadas, en un contexto de trasparente relación que se había ido forjando, fue ganada obviamente por las papilas, y no sin una cierta aprensión y el temor a la reprimenda segura, acepté el convite, compartí un sabroso cordero asado con romero y especias ignotas, que terminé comiendo con la mano, dentro de la carpa, sentado en el suelo sobre la alfombra, fascinado con el jolgorio, el tono de las conversaciones en su lengua vernácula y la atención de las hermanas de mi amigo, esto bajo la mirada de su madre, eso si. Al regresar a casa tuve que explicar el retraso con un alargue de desempate, esforzarme en almorzar como si nada, y dejar en la nebulosa el episodio, al que siguieron otros posteriores. El ocultamiento duró hasta que tiempo después, en la noche de año nuevo, llegaron hasta mi casa a golpear la puerta mi amigo gitano y sus hermanas para saludarme e invitarme a compartir con ellos un rato en la carpa familiar. Expliqué rápidamente a mi madre –era la más preocupada- que ellos ya eran mis amigos, que ya conocía a su familia y que no me iban a llevar fuera del país a trabajar en un circo. Mi padre miraba divertido y mis hermanas un poco escandalizadas. Mis hermanos menores pidieron permiso para ir conmigo. El caso es que mis padres estuvieron receptivos, obtuve el permiso para ir hasta donde la familia gitana, compartí con ellos un buen rato, mientras mis amigos chilenos, que se habían enterado, me miraban desde fuera de la carpa, a una distancia prudente, pero con claras ganas de ser invitados también. Mis bonos en el grupo subieron enormemente después de esto, al punto que me concedieron el derecho a decidir la formación de los equipos en las pichangas siguientes, los que de manera creciente fuimos internacionalizando con los amigos gitanos.
Un año después, más o menos, los gitanos levantaron su campamento, enrollaron las carpas, las cargaron junto a alfombras y enseres en unos quejosos camiones, y fieles a su nomadismo ancestral partieron al Norte, para ir de ahí a Perú, Ecuador y Colombia, asegurándome que alguna vez volverían. Me consta que no se llevaron ningún niño chileno.
Despedirme de mi amigo y su familia fue difícil y ciertamente muy triste. Nuestras vidas siguieron sus cursos, y nunca más los volví a ver.
Estoy seguro que ese episodio temprano de mi vida ha sido fundamental para tener una actitud abierta, tolerante y receptiva frente a otras culturas, insertarme sin dificultad en los países en que he vivido, y trasmitir a mis hijos esa misma actitud. Miro a los inmigrantes que llegan a Chile, por ejemplo, o los que conocí en Europa, sin recelo ni desconfianza, sino con la misma actitud y grado de confianza que puedo tener con mis compatriotas. Se que no son ni mejores ni peores que nosotros mismos, y que, eso si, nos pueden aportar la diversidad y otras miradas que nos enriquecen.
Pienso que si el presidente Nicolás Sarkozi hubiera vivido una experiencia como la que relato, no estaría ocurriendo con los gitanos lo que está pasando en Francia. Otro “galo” les cantaría.
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